Solzhenitsyn escribió punk rock con sangre mientras tú fingías rebeldía

 


Décadas atrás descubrí que el verdadero punk rock sucedió años antes de los Sex Pistols, en un lugar donde tocar tres acordes te costaba la vida. Rusia se había convertido en mi obsesión, pero no la Rusia de los zares o las matrioskas turísticas. Me obsesionaba el "Hombre Soviético" del que escribió Svetlana Alexiévich, ese experimento totalitario que prometió el paraíso y entregó el Gulag. Lo perturbador era simple: Putin estaba repitiendo la fórmula y occidente miraba hacia otro lado mientras nuevos disidentes morían en "accidentes" convenientes, otros desaparecían en prisiones, algunos huían. Los más patéticos se vendían al nacionalismo y terminaban aplaudiendo al nuevo zar. La historia como farsa, como dijo Marx.


Bajo la superficie del concreto soviético, donde la arquitectura brutalista todavía conserva cierto encanto siniestro, fluía una contracultura que hacía que el legendario CBGB pareciera un jardín de niños. Egor Letov grababa punk rock a medianoche en edificios abandonados, siempre huyendo de la policía secreta, construyendo un mito en ascenso mientras el Estado lo cazaba. Ese era el verdadero rock and roll: arte donde cada nota podía enviarte a Siberia. Pero fue Aleksandr Solzhenitsyn quien me demostró que la literatura podía ser más peligrosa que cualquier canción, más subversiva que cualquier grafiti. La literatura podía demoler a un gigante estatal totalitario, como un David a un Goliath, como los Fantastic Four a Galactus.


Solzhenitsyn había sido soldado del Ejército Rojo, creía en su patria y en la revolución socialista. Durante la Segunda Guerra Mundial esa fe se desmoronó por completo cuando presenció los crímenes que sus camaradas cometían contra civiles alemanes bajo órdenes directas de Moscú. El comunismo era su religión hasta que vio a los sumos sacerdotes del régimen soviético violando todo lo que predicaban. Creía en la revolución pero no toleraba que el régimen aniquilara la libertad del pueblo ruso. Esta contradicción lo define: un comunista que quería creer en Dios en medio de un Estado que había declarado la guerra contra el cielo.


Un día en la vida de Iván Denísovich fue el libro que me sacudió de forma brutal. Allí entendí el agujero oscuro donde caían quienes se atrevían a disentir, esos pocos que salían a protestar y encontraban el verdadero rostro del régimen. La policía secreta interceptó correspondencia entre Solzhenitsyn y un amigo donde criticaba las atrocidades del gobierno soviético. "Propaganda antisoviética" dijeron las acusaciones. Ocho años de campos de trabajo. Pero mientras lo molían en el Gulag, él tomaba notas mentales, memorizaba historias de otros prisioneros, construía Archipiélago Gulag en su cabeza porque escribirlo en papel significaba la muerte. Si la película del Marqués de Sade nos recordaba que en la mente siempre podemos ser libres más allá de los barrotes de una celda, Solzhenitsyn lo dejaba claro en la vida real desde el fondo de un helado y oscuro calabozo.


Cuando finalmente ese libro se publicó en occidente en 1973, el mundo descubrió el lado más oscuro del comunismo soviético: el sistema de represión más brutal del siglo XX, donde millones desaparecieron por pensar diferente. Solzhenitsyn había logrado lo imposible: documentar el infierno desde dentro y sobrevivir para contarlo. Eso es más punk que cualquier peinado mohicano o chamarra negra con estoperoles, más rebelde que cualquier eslogan pintado en una pared de Londres o Nueva York. Más rebelde que las pintas furtivas de Banksy.


La lección es incómoda: el totalitarismo siempre regresa con nueva cara y la misma promesa. "Meet the new boss, same as the old boss" dijeron The Who. "The Old Man is Back Again" dijo Scott Walker. Putin hoy, otro mañana. La represión cambia de nombre pero conserva los mismos métodos. Y mientras escribo esto desde la comodidad de un país donde criticar al gobierno aún no te cuesta la vida, pienso en Solzhenitsyn jugándose el pellejo por cada página escrita, en Letov grabando en sótanos helados a medianoche para no ser enviado a un hospital psiquiátrico y desaparecido en el sistema, como pasó con Mikhail Khodorkovsky o Alexei Navalny, y muchos otros disidentes que eligieron la verdad sobre la supervivencia.


Solzhenitsyn demostró que la literatura puede ser el rock and roll definitivo: el arte de jugarse la vida en cada frase, la rebeldía llevada hasta sus últimas consecuencias. La defensa a ultranza de la libertad. Mientras influencers fingen rebeldía desde sus estudios climatizados y rockeros millonarios simulan peligro en escenarios asegurados, él escribió desde el verdadero abismo. Ese es el estándar. Todo lo demás es pose.

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