La muerte no es el enemigo. La soledad sí.
Pedro Almodóvar filmó su primera película en inglés en 2024 y el resultado no fue un gesto de concesión sino un acto de conquista. La habitación de al lado confirmó lo que Hollywood lleva décadas intuyendo: el manchego no necesitaba cruzar el Atlántico para ser universal, pero cuando decidió hacerlo, lo hizo bajo sus propios términos. Desde To Wong Foo hasta Desperate Housewives, Estados Unidos ha cortejado su lenguaje visual sin comprenderlo del todo. Almodóvar respondió con Tilda Swinton y Julianne Moore, dos titanes sagrados del cine contemporáneo que encontraron bajo su dirección algo que ningún guion americano les hubiera ofrecido: permiso para ser simultáneamente frágiles y feroces, sobre todo Swinton.
La trama es simple hasta la brutalidad. Dos amigas se reencuentran después de años. Una de ellas está muriendo. Pero Almodóvar no cree en lo simple, y lo que parece un melodrama sobre el adiós se convierte en una poderosa disección de cómo elegimos vivir cuando sabemos que el tiempo se agota. La eutanasia aquí no es polémica sino dignidad, no es rendición sino un último acto de autonomía. Y la amistad, esa institución no contractual que el mundo moderno insiste en menospreciar frente al amor romántico, se revela como el único antídoto real contra ese vacío.
La química entre Swinton y Moore trasciende la actuación y alcanza la comunión. Ambas mujeres habitan el cuadro de Almodóvar como si hubieran nacido en él, dos chicas Almodóvar en los Estados Unidos, rodeadas de esos colores saturados que el director maneja como el enorme Rothko manejaba el rojo. El vestuario, la arquitectura, cada cenicero y cada cortina funcionan como extensiones del estado emocional de las protagonistas. Un universo donde lo estético nunca es decorativo sino narrativo. Y en medio de esa sinfonía visual, Almodóvar introduce sus poderosos y habituales dardos políticos: críticas al neoliberalismo salvaje, a la extrema derecha que devora el Estado de bienestar, al colapso medioambiental que heredamos como si fuera inevitable. No son panfletos sino conversaciones, fragmentos de diálogo que exponen la ideología de los personajes sin detener la acción.
El único tropiezo, y hay que decirlo, es la traducción del español al inglés. Los diálogos de Almodóvar nacieron en castellano, y aunque la adaptación es competente, se percibe cierta rigidez en los intercambios, una pérdida de la espontaneidad oral que caracteriza sus mejores guiones. Swinton y Moore actúan con maestría, pero ocasionalmente parecen recitar más que conversar. Es el precio de cruzar idiomas cuando tu identidad creativa está tan arraigada en la musicalidad de tu lengua materna. Aun así, la película resiste. El humor negro aparece en dosis calculadas para quienes conocen el universo almodovariano: una mirada, un comentario aparentemente inocente que encierra toda una filosofía de vida.
La habitación de al lado se suma a ese catálogo monumental de Todo sobre mi madre, Volver y Hable con ella sin necesidad de justificarse. No es una película americana dirigida por un español, es una película de Almodóvar que sucede en inglés. La diferencia es crucial. Mientras el cine anglosajón trata la muerte con solemnidad o espectáculo, Almodóvar la trata con intimidad. La filma como si estuviera fotografiando un último encuentro entre amigas en una tarde en que el invierno está a punto de llegar, con todo el dolor y toda la ternura que eso implica. Y al hacerlo, reafirma algo que sus detractores nunca han querido admitir: que su cine no es regional sino universal, no es español sino esencialmente humano.
Los grandes directores no se miden por cuántos idiomas dominan sino por cuántas verdades revelan. Almodóvar acaba de recordarnos que la muerte digna es un derecho, que la amistad es sagrada y que las relaciones con nuestros hijos son el territorio más minado de la experiencia humana. Todo eso en dos horas y con dos actrices que logran lo imposible: hacer que el melodrama se sienta como realismo. No es poco. Es todo.



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