Las distracciones del señor Smith
Las distracciones del señor Smith
Por:
Mario Vargas Llosa
Tomado
de: El País
Antes que por su sabiduría, fue famoso por sus
distracciones. Un día, el cochero de la diligencia de Edimburgo a Kirkcaldy
divisó en pleno descampado, a varias millas de este pueblo, una figura
solitaria. Frenó los caballos y preguntó al caballero si necesitaba ayuda. Sólo
entonces, éste, mirando sorprendido el rededor, advirtió dónde estaba. Hundido
en sus reflexiones, llevaba varias horas andando (mejor dicho, pensando). Y un
domingo se lo vio aparecer, embutido todavía en su bata de levantarse, en
Dunfermline, a 15 millas de Kirkcaldy, mirando el vacío y hablando solo. Años
más tarde, los vecinos de Edimburgo se habituarían a las vueltas y revueltas
que daba por el barrio antiguo, a horas inesperadas, la mirada perdida y
moviendo los labios en silencio, aquel anciano solitario a quien todo el mundo
llamaba sabio.
Lo era, y esa es una de las pocas cosas que conocemos
de su infancia y juventud. Había nacido en Kirkcaldy un día de 1723. Es una
leyenda falsa que lo secuestró una partida de gitanos. Fue a la escuela local y
debió de ser un aprovechado estudiante de griego y latín porque la Universidad
de Glasgow lo exoneró del primer año, dedicado a las lenguas clásicas, cuando
entró en ella a los 14 años. Tres años más tarde obtuvo una beca para Oxford y
de los seis años que pasó en Balliol College sólo sabemos que fue reprendido
por leer a escondidas el Tratado de la naturaleza humana de David Hume —más
tarde su íntimo amigo—, detestado por su ateísmo por la entonces reaccionaria
jerarquía académica. Al salir de Oxford, pronunció unas célebres conferencias
en Edimburgo, que sólo conocemos por los apuntes de dos estudiantes que
asistieron a ellas. Desde entonces se lo consideraría una de las más destacadas
figuras de la llamada Ilustración Escocesa.
Fue profesor en la Universidad de Glasgow, primero de
Lógica y, luego, de Filosofía Moral, y sus clases tuvieron tanto éxito que
vinieron a escucharlas estudiantes de muchos lugares de Reino Unido y Europa,
entre ellos James Boswell, quien ha dejado un vívido testimonio de su elegancia
expositora. Mucho se hubiera sorprendido el señor Smith de que en el futuro lo
llamaran el padre de la Economía. Él se consideró siempre un filósofo moral,
apasionado por todas las ciencias y las letras, y, como todos los intelectuales
escoceses de su generación, intrigado por los sistemas que mantenían el orden
natural y social y convencido de que sólo la razón —no la religión— podía
llegar a entenderlos y explicarlos.
Su primer libro, que sólo se publicaría póstumamente,
fue una Historia de la Astronomía. Y, otro, un estudio sobre el origen de las
lenguas. Vivió fascinado por averiguar qué era lo que mantenía unida y estable
a la sociedad, siendo los seres humanos tan egoístas, díscolos e insolidarios,
por saber si la historia seguía una evolución coherente y qué explicaba el
progreso y la civilización de algunos pueblos y el estancamiento y el
salvajismo de los otros.
Su primer libro publicado, La teoría de los
sentimientos morales (1759), explica aquella argamasa que mantiene unida a una
sociedad pese a lo diversa que es y a las fuerzas disolventes que anidan en
ella. Adam Smith llama simpatía a ese movimiento natural hacia el prójimo que,
apoyado por la imaginación, nos acerca a él y prevalece sobre los instintos y
pasiones negativos que nos distanciarían de los otros. Esta visión de las
relaciones humanas es positiva, afirma que “los sentimientos morales” terminan
siempre por prevalecer sobre las crueldades y horrores que en toda sociedad se
cometen. Libro curioso, versátil, que a ratos parece un manual de buenas maneras,
explica sin embargo con sutileza cómo se forjan las relaciones humanas y
permiten que la sociedad funcione sin disgregarse ni estallar.
Sólo una vez salió Adam Smith de Reino Unido, pero el
viaje duró tres años —de 1764 a 1767— y, como tutor del joven duque de
Buccleuch, lo llevó a Francia y Suiza, donde conoció a Voltaire, a quien había
citado con elogio en La teoría de los sentimientos morales. En París, discutió
con François Quesnay y los fisiócratas, a los que criticaría con severidad en
su próximo libro, pese a la buena impresión personal que le causó aquél, con
quien intercambiaría cartas más tarde. A su regreso a Escocia, se encerró prácticamente
en Kirkcaldy, con su madre, a la que adoraba, y buena parte de los próximos
años los pasó en su estupenda biblioteca, escribiendo Investigación sobre la
naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776). La primera edición
tardó seis meses en agotarse y con ella ganó 300 libras esterlinas. Hubo cinco
ediciones más en vida del autor —la tercera con muy importantes correcciones y
añadidos— y éste alcanzó a ver las traducciones de su libro al francés, alemán,
danés, italiano y español. Los elogios fueron desde el principio casi unánimes
y David Hume, convencido de que ese “intrincado” libro tardaría pero
conquistaría una gran masa de lectores, lo comparó, en importancia, a Decline
and Fall of the Roman Empire, de Edward Gibbon.
Adam Smith nunca sospechó la importancia capital que
tendría su libro en los años futuros en el mundo entero, incluso en países
donde pocas gentes lo leyeron. Murió apenado por no haber escrito aquel tratado
de jurisprudencia que, pensaba, completaría su averiguación de los sistemas que
explican el progreso humano. En verdad, él fue el primero en explicar a los
seres humanos por qué y cómo opera el sistema que nos sacó de las cavernas y
nos fue haciendo progresar en todos los campos —salvo, ay, el de la moral—
hasta conquistar el fondo de la materia y llegar a las estrellas. Un sistema
simple y a la vez complejísimo, fundado en la libertad, que transforma el
egoísmo en una virtud social y que él resumió en una frase: “No obtenemos los
alimentos de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino
de su preocupación por su propio interés. No nos dirigimos a sus sentimientos
humanitarios, sino a su egoísmo, y nunca hablamos de nuestras necesidades, sino
de sus propias ventajas”.
El libro revolucionó la economía, la historia, la
filosofía, la sociología. Estableció que gracias a la propiedad privada y a la
división del trabajo se desarrollaron unas fuerzas productivas formidables y
que la competencia, en un mercado libre, sin demasiadas trabas, era el mecanismo
que mejor distribuía la riqueza, premiaba o penalizaba a los buenos y malos
productores, y que no eran éstos, sino los consumidores, los verdaderos
reguladores del progreso. Y que la libertad, no sólo en los ámbitos políticos,
sociales y culturales, sino también en el económico, era la principal garantía
de la prosperidad y la civilización. Mucho pueden haber cambiado el
capitalismo, la sociedad y las leyes, desde que Adam Smith escribió ese
interminable volumen de 900 páginas en el siglo XVIII. Pero, en lo esencial,
ningún otro ha explicado todavía mejor por qué ciertos países progresan y otros
retroceden y cuál es la auténtica frontera entre la civilización y la barbarie.
Era feo, torpe de movimientos y el lexicógrafo Samuel
Johnson (a quien, en una discusión, Adam Smith mentó la madre) afirmaba que
tenía una cara de “perro triste”. Pero fue siempre un hombre modesto, de
costumbres austeras y sin vanidades, ávido de saber. Nunca se le conoció una
novia y probablemente murió virgen, en 1790.
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