El fracaso de las revoluciones
El fracaso
de las revoluciones
Por: Antonio Navalón
Tomado de: El País
Empiezo a
creer que la última revolución que tuvo éxito fue la revolución cultural de Mao
Zedong. Aunque provocó más muertes que la rusa, en términos comparativos fue
relativamente pacífica, una especie de lavado constante de cerebro, algo que
entendieron muy bien los integrantes de la llamada banda de los cuatro,
capitaneada por Jiang Qing, esposa de Mao.
El líder
chino era un hombre muy complicado que entendía bien el poder. Por eso, nunca
confió en nadie, solo al final de sus días se convirtió en un viejo egoísta que
se dejó llevar por las ambiciones de su mujer y sus ideólogos. Nunca sabremos
el coste real, pero lo que sí queda claro, cuando se contempla su cadáver
embalsamado en la plaza de Tiananmen, es que el triunfo de la revolución
cultural radicó en que, después de tantos excesos, Deng Xiaoping impuso su idea
de dos países, un sistema, y China inició el camino para ser uno de los países
más desarrollados del mundo y la primera economía junto a Estados Unidos.
Si se
observa el resto de las revoluciones, solo se verá fracaso tras fracaso.
Especialmente, las rebeliones de la moral y de la reivindicación que cayeron
sobre los hombros de los hijos de la dictadura encargados de limpiar el reguero
de sangre que dejaron sus padres. Hay muchos ejemplos. Uno de ellos, el de los
españoles que decidieron que el mejor sistema para impulsar su Transición —el
mayor éxito desde que la infantería castellana consolidó la conquista de
América— sería la democracia. Los españoles decidieron que el precio del
triunfo de su revolución sería que las víctimas pidieran perdón a los verdugos
y así se pudo construir el éxito de la Transición.
Cuando uno
analiza lo que está pasando con los restos de la revolución bolivariana y con
las aportaciones de los cubanos, más allá de limpiar la dignidad nacional de
los que hablan español frente al gran garrote del Norte, se llega a la
conclusión de que las revoluciones no devoran a sus hijos, sino que los buenos
sentimientos son incompatibles con la naturaleza humana.
Otro ejemplo
es Perú, donde Fujimori fue elegido por su pueblo y, a sangre fría, decidió que
para servir mejor a su nación lo mejor que podía hacer era acabar con el orden
constitucional por el que había sido elegido. Aunque no fue el primero, Hitler
hizo prácticamente lo mismo y por la misma razón. Siempre hay un Reich de los
1.000 años o de los 100 soles. Fujimori impuso orden. Es más, instauró su
propio desorden y su propia anarquía por su codicia y promiscuidad en el poder.
Al final, la
historia nos enseña que todo Tiberio tiene un sucesor y que todo sucesor
resulta peor que cualquier Tiberio. ¿A quién hubiera elegido Fujimori de haber
podido? ¿A Alejandro Toledo, a Alan García, a Ollanta Humala? Da lo mismo.
Lo increíble
es que pese a la corrupción, el abuso y la vulneración de los derechos humanos,
el recuerdo del fujimorismo es lo que hace que siga siendo la fuerza
mayoritaria en el Congreso peruano. El hecho de que Ollanta Humala esté en la
misma cárcel que Fujimori por un delito de corrupción, uno de tantos que
cometió el exdictador, demuestra que las revoluciones no solo necesitan tener
una primavera, sino que rara es la revolución que aguanta el paso de las cuatro
estaciones sin pervertirse.
En este
momento, Perú es el único país que tiene dos expresidentes y una primera dama
(Nadine Heredia) en la cárcel, un tercero con orden de captura (Alejandro
Toledo) y un cuarto (Alan García) investigado para terminar seguramente en el
mismo sitio.
En ese
sentido, la revolución peruana no puede considerarse un triunfo. Tal vez su
mayor éxito es el de seguir teniendo a personas que creen en las instituciones
como el presidente Kuczynski, que no se pone a interpretar las razones por las
que algunos presidentes —para quienes trabajó como ministro— se dejaron
corromper por Odebrecht.
¿Qué valores
quedarán de todas las revoluciones democráticas habidas en América Latina? ¿Qué
hacer ahora? ¿Decretar una amnistía para empezar de nuevo creyendo que la
revolución tecnológica y las nuevas generaciones serán más limpias? ¿O
simplemente aceptar que en algunos lugares lo más difícil de todo no consiste
en castigar lo que está mal, sino en mantener el castigo aunque haya pasado un
tiempo?
Comments
Post a Comment