Paisaje después del deshielo
Paisaje después del deshielo
Por:
Yoani Sánchez
Tomado
de: El País
La niña llora en la cuna y la madre le canta para
consolarla. Tiene apenas tres meses de nacida y se llama Michelle, como la
esposa de Barack Obama. Esta pequeña habanera, que todavía lacta y duerme la
mayor parte del día, vino al mundo después del armisticio: es hija de la tregua
entre los Gobiernos de Cuba y de Estados Unidos. Una criatura sin fobias ideológicas
ni odios en su horizonte.
En los libros de historia que leerán los
contemporáneos de Michelle, estos meses posteriores al 17 de diciembre de 2014
quedarán en unas pocas líneas. En esos resúmenes hechos a posteriori primará el
tono optimista, como si toda la isla, varada por décadas a un lado de la
carretera, hubiera retomado desde ese momento el rumbo, puesto el pie en el
acelerador y recuperado el tiempo perdido. Pero, para muchos, vivir la
reconciliación es menos heroico y grandilocuente que protagonizar una batalla.
El proceso que los analistas compararán un día con la
caída del muro de Berlín y quizás definan con nombres rimbombantes como el fin
del telón de azúcar, la muerte de la Revolución o el momento en que estalló la
paz, pierde ahora brillo, enfrentado a la desgastante cotidianidad. La tregua,
eso sí, apaciguó el ruido de las consignas y ha permitido que se escuche el
persistente zumbido de las carencias y de la falta de libertad.
Aquella jornada en que los presidentes de Cuba y de
Estados Unidos anunciaron el comienzo de la normalización de relaciones ha
quedado ubicada cual punto en el pasado. Será referencia para historiadores y
analistas, pero significa poco para quienes se enfrentan a la decisión de pasar
el resto de la vida a la espera de que “esto se arregle” u optar por la
escapada hacia cualquier confín del mundo.
El 17-D hizo crecer las aprensiones sobre el fin de la
Ley de Ajuste Cubano. Disparó la cifra de cubanos que desde ese momento y hasta
la fecha han entrado a Estados Unidos a través de los puntos fronterizos y que
ha llegado a 84.468, mientras que otros 10.248 lo han intentado cruzando el
mar. La popular e irónica frase de que el último que se vaya de la isla “apague
el Morro” de La Habana, cobra tintes de dramático presagio ante esos números.
¿Por qué no se quedan en el país si el deshielo
promete una vida mejor o al menos una relación más fluida y provechosa con
Estados Unidos? Porque el 17-D llegó tarde para muchos, entre ellos las varias
generaciones de cubanos que debieron romper lanzas contra el vecino del Norte,
gritar consignas antiimperialistas durante la mayor parte de su vida y secundar
al comandante en jefe en su batalla personal contra la Casa Blanca. No confían
en las promesas, porque han visto muchos pronósticos positivos que quedaron
solo en el papel y en la mística de un discurso, pero no influyeron sobre los
platos ni en los bolsillos.
Después de la prolongada escaramuza de más de medio
siglo entre 11 Administraciones norteamericanas y dos gobernantes cubanos con
el mismo apellido, a la nación le ha llegado el cansancio. La adrenalina de la
batalla ha cedido al hastío y a una pregunta que se abre paso en la mente de
millones de cubanos: ¿todo fue para esto?
Convencer de que valieron la pena las confiscaciones
de empresas estadounidenses, los insultos diplomáticos, el concubinato con la
Unión Soviética y tantas caricaturas que ridiculizaban a Nixon, Carter, Reagan
y Bush, resulta difícil incluso para una propaganda oficial que controla todos
los diarios, estaciones de radio y canales televisivos del país.
La bandera estadounidense izada hace justo un año, el
14 de agosto de 2015, en la Embajada de Estados Unidos en La Habana, puso punto
final a una era de trincheras y dejó al eterno soldado que ha sido el Gobierno
cubano con el Kaláshnikov aún caliente y una marcada incapacidad para vivir en
tiempos de paz. Está preparado para la confrontación pero su inoperancia queda
en evidencia en tiempos de armisticio. En su retiro de convaleciente, Fidel
Castro observa cómo el país que moldeó a su imagen y semejanza se le va de las
manos. El hombre que controló cada detalle de la vida de los cubanos, no puede
influir en la manera en que será recordado. Algunos se apuran a endiosarlo;
otros afilan los argumentos para el desmontaje de su mito, y la gran mayoría lo
olvida en vida: lo sepulta aún respirando.
Los niños que han nacido desde el 31 de julio de 2006,
en que se anunció la enfermedad del máximo líder, solo han visto al
expresidente en fotos o materiales de archivo. Son los que no tendrán que
declamar versos encendidos frente a él en algún acto patriótico, ni formar
parte de los experimentos sociales que salgan de la materia gris que cubre bajo
su gorra verde olivo. Habitan la era posfidelista, lo cual no quiere decir que
se hayan librado totalmente de su influencia.
Por décadas, el cisma que ha causado el liderazgo
autoritario de este hijo de gallego, nacido en el oriental poblado de Birán,
dividirá a los cubanos y enfrentará a las familias. La estela de la crispación
que ha agregado a la identidad nacional, otrora desenfadada, se extenderá por
largo tiempo. Habrá un antes y un después de Castro, para los seguidores del
credo de la tozudez política que ha cultivado, pero también para quienes
respiren aliviados cuando ya no esté.
El 90º cumpleaños del máximo líder, celebrado este 13
de agosto entre vítores y una buena dosis de culto a la personalidad, tiene
todas las trazas de ser su despedida. Ahora sus propios familiares más cercanos
deben estar explorando el calendario para elegir la fecha en que se anuncie el
funeral, porque un muerto tan grande no cabe en cualquier día. Así que
seleccionarán una jornada que no esté ocupada por el recuerdo de alguna
ofensiva en la que participó, una obra que inauguró o algún larguísimo discurso
con el que hipnotizó a la audiencia.
No hará falta, en este caso, desconectar aparatos ni
dejar de administrar medicamentos. Para decirle el adiós definitivo bastará con
darle su justa medida humana. Olvidar todos aquellos epítetos que lo ensalzaban
como “padre de todos los cubanos”, “visionario”, “impulsor de la medicina” en
la isla, “modelo de periodista”, iniciador de la “voluntad hidráulica”, “eterno
guerrillero”, “constructor mayor” y un larguísimo etcétera de títulos
grandilocuentes que se han escuchado en los días previos a su cumpleaños.
Fidel Castro y Michelle, la pequeña bebé que nació
tras la visita de Barack Obama a la isla, estarán juntos en los libros de
historia. Él quedará atrapado en el volumen dedicado al siglo XX, aunque haya
hecho todo lo posible por colar su nombre en cada página dedicada a esta
nación. Ella protagonizará, junto a otros millones de cubanos, un capítulo sin
cruentas batallas diplomáticas ni enfrentamientos estériles.
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