Humor Subterráneo y la Mentira de los Reality Shows



El comediante Polo Polo se forjó en el "underground" de los años 80s, un espacio en el que sus casetes con grabaciones en vivo eran la sensación entre los adultos. No existían videos ni grandes promociones, pero sus chistes “subidos de tono” corrían como pólvora entre los padres de familia. Lo curioso es que nadie parecía haber asistido a sus shows en persona; sin embargo, todos conocían sus chistes. Aquel fenómeno clandestino era, de alguna forma, un portal hacia la doble moral. Nuestros padres se reían a carcajadas con las groserías que Polo Polo recitaba con maestría, mientras nos prohibían repetir esas mismas palabras. Lo más paradójico es que, hoy en día, al escuchar esas grabaciones en formato digital, su humor ya no causa la misma gracia. La magia de Polo Polo no estaba solo en las palabras, sino en la manera en que transformaba lo cotidiano en historias que atrapaban.

La televisión en los años 80s era un bastión de corrección política. Un personaje como Polo Polo no tenía cabida en ese entorno, especialmente por su lenguaje. Por eso, su comedia nunca fue parte del entretenimiento tradicional, convirtiéndolo en un símbolo del "underground". Todos lo escuchábamos en secreto, nadie se atrevía a repetir su léxico, y mucho menos en voz alta. Polo Polo simplemente no existía para la televisión. Fue en los años 90s cuando Jorge Ortiz de Pinedo, un comediante con más suerte que talento, lo llevó finalmente a la pantalla chica. El morbo de ver a Polo Polo en televisión superaba cualquier expectativa sobre su verdadero humor, pero la censura de la televisión limitaba su esencia. Aunque tuvo más exposición, su éxito siempre fue ajeno a ese medio.

Si hablamos de televisión, llegamos inevitablemente a los reality shows, un formato que, para mí, siempre ha estado cargado de falsedad. Estos programas siguen un guion camuflado, adaptado para satisfacer al público y, sobre todo, para mantener el rating. No puedo recordar un solo reality show que haya disfrutado; su manipulación descarada, la superficialidad de las propuestas y lo predecible de sus guiones siempre me mantuvieron alejado. Si tuviera que imaginar un reality ideal, sería una mezcla de Jefe Encubierto y Shark Tank. Imagínate a los grandes empresarios de México disfrazados, sin dinero ni contactos, arrojados en algún pueblo remoto. ¿Podría Carlos Slim o Ricardo Salinas empezar un negocio desde cero sin sus privilegios? Sería una prueba de genio real, sin trampas ni favores.

Ahora, La Casa de los Famosos México, un formato reciclado que ha pasado por diferentes países, no me emociona en lo más mínimo. Es solo un Big Brother más. Lo transmiten por Vix, que en realidad no es más que Televisa con otro disfraz. Irónicamente, esa misma Televisa que muchos juraban odiar porque “Televisa te idiotiza” ahora tiene a todos sus antiguos detractores pagando membresías premium para consumir el mismo contenido, con un nombre diferente. Todo es parte de un guion. Los concursantes menos populares van siendo eliminados, mientras que la producción ya tiene a sus favoritos, listos para ser explotados en nuevos programas hasta que el público se canse de ellos.

La televisión, como medio, ha sofocado la creatividad durante años. Los artistas que de verdad arriesgan no caben en sus márgenes. Polo Polo construyó su éxito lejos de la pantalla chica, mientras que personajes como Adrián Marcelo, participante de controversia en La Casa de los Famosos México, ni siquiera tienen el talento para contar una historia. Su "don" se reduce a burlarse de los demás, tal como lo hacían Paco Stanley en la televisión nacional, o Ernesto Chavana en la televisión local. Marcelo es un producto efímero, una especie de accidente que algunos productores inescrupulosos decidieron explotar. Pensaron que podrían moldearlo como una figura intelectual de humor negro, pero lo que obtuvieron fue a un narcisista sin profundidad que ofreció una versión mediocre del teatro de la crueldad, manipulando a sus compañeros y ejecutando un espectáculo de tortura emocional cada semana.

Adrián Marcelo se presenta como psicólogo. Y aunque algunos entran a esa carrera con la intención de ayudar a los demás, en su caso parece más bien un intento de ayudarse a sí mismo. Esos impulsos narcisistas que mostró en televisión reflejan la falta de autoconocimiento, y aunque su tiempo en la pantalla se irá desvaneciendo, su legado es, al menos, un recordatorio de cómo los medios pueden intentar vendernos humo. Mientras tanto, el verdadero arte, como el de Polo Polo, sigue latente, lejos de los reflectores y sin fecha de caducidad.


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