En préstamo: La libertad de dejar ir
Mi padre me enseñó una lección que hoy retumba en mi mente con fuerza: todo en esta vida es prestado, y algún día, nos lo pedirán de vuelta. Los budistas lo llaman el apego, la raíz del sufrimiento. Y, aunque tal vez no lo comprendí de inmediato, hoy sé que la vida es cambio constante. Aferrarnos a las personas, a las cosas, a las ideas, solo genera dolor. Todos vamos a morir algún día, y mi padre, al irse hace unos días, me recordó que desde niño supe que tenía a mis padres prestados, que algún día ya no estarían conmigo.
Una de las últimas conversaciones que tuve con él fue sobre libertad y evolución. Mi padre, por razones de salud, requería cuidados constantes. Las enfermedades lo habían dejado con las piernas débiles, incapaces de seguir el ritmo de sus años. En un principio, me opuse a la idea de llevarlo a una casa de reposo, pero, al final, entendí que mi trabajo y mi vida me impedían estar 24/7 a su lado. Acepté la realidad, aunque no fuera fácil.
Sin embargo, mi padre no aceptó la idea tan fácilmente. Le reclamó a la vida su libertad. No quería estar confinado a un espacio ajeno a su hogar, quería estar con sus hermanos, quienes consideraba los únicos capaces de brindarle el cuidado que necesitaba. Mi padre, con la claridad mental aún intacta, quería seguir viviendo como había vivido siempre, cerca de los suyos. No quería que la enfermedad definiera su existencia, ni que su vida acabara de esa forma. Quería ser libre.
Tomé la decisión de darle esa libertad. Tras una valoración médica, entendí que la mejor opción era permitirle regresar a su casa, rodeado de su familia. A pesar de todo lo que sabía sobre el deterioro de su cuerpo, el sentimiento de libertad para él era crucial. Nadie conoce mejor la realidad que quien la vive, y yo, aunque con el corazón dividido, decidí respetar su deseo. Mi padre, en sus últimos años, se aferró a su casa, a su niñez y juventud, como si todo pudiera regresar a como era antes.
El dilema fue el siguiente: ¿debería mantenerlo en una casa de reposo, contra su voluntad, simplemente por un deseo egoísta de mantenerlo cerca, con vida? La respuesta no era fácil, pero al final, entendí que no se trata de forzar a un adulto a estar donde no quiere. No estaba dispuesto a arrebatarle su libertad. De modo que lo dejé ir. Lo dejé junto a sus hermanos. A los pocos meses, su salud decayó aún más. Mi padre regresó a su casa, sin los cuidados que su condición requería.
Finalmente, un día falleció solo. Lo encontraron dos días después. Su cuarto estaba en un caos. ¿Fue este el final que él quería? No lo sé, pero me cuesta creer que sus últimos momentos fueron de la forma en que los encontró. Sé que luchó por su libertad, y que a pesar de todo, sus últimos momentos estuvieron marcados por la soledad y la angustia.
Yo hice todo lo posible por mantenerlo bien, por cuidarlo. Pero él quería ser libre. Y, aunque los que se comprometieron a estar con él 24/7 no cumplieron, sé que no lo hicieron por maldad, sino por ignorancia. Y aunque nunca tuvieron el valor de reconocerlo, eso no cambia la verdad. Mi padre ya no está, pero he encontrado paz, porque lo entendí: lo tenía prestado.
Conservo muchas cosas de él. Las fotos de mi niñez, las lecciones que me dio. También guardo el recuerdo de su decepción cuando le dije que no quería ser ni futbolista ni ingeniero mecánico, lo que tal vez fue un golpe para él. Pero con el tiempo, entendí que sus sueños para mí no eran los míos. Lo que me dejó fue mucho más profundo: la curiosidad por la vida.
Recuerdo nuestras noches de charlas interminables, cuando aún era un niño. Estaba en mi cama, en la habitación de al lado, y le hacía preguntas que muchas veces lo ponían en aprietos. ¿Por qué el Sol nunca se apaga? ¿Por qué la Tierra no se cae aunque gire? ¿Por qué no podemos viajar en el tiempo? En cada pregunta, había un pedazo de mi alma en busca de respuestas. Mi padre, aunque pragmático, nunca sofocó la curiosidad que llevaba dentro. Siempre tenía una respuesta, aunque no siempre de la manera que yo esperaba. Pero fue esa diferencia la que alimentó mi amor por el aprendizaje.
Ayer me despedí de él. Lo acompañé a su última morada, al lado de mi madre. Las despedidas siempre son difíciles, pero algo dentro de mí me dice que ahora está descansando. Ya no tiene dolor, ni esas piernas que lo traicionaban. Finalmente, él es libre. Y yo también. Porque sé que la vida no es un camino que podamos controlar. Todo cambia, todo evoluciona, y lo único constante es ese flujo imparable.
No podemos aferrarnos a lo que no podemos evitar. Como decía Heráclito, “nada en este mundo es permanente, salvo el cambio”. La vida no nos pertenece, es solo un préstamo, y tenemos que aprender a soltar. A veces la libertad está en dejar ir. En comprender que no podemos evitar que todo cambie. Porque lo único que tenemos es este instante, este respiro.
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