México frente a Trump
México frente a Trump
Por:
Jorge G. Castañeda y Armando Ríos Piter
Tomado
de: Nexos
http://www.nexos.com.mx/?p=30959
Por primera vez desde que Ronald Reagan se dedicó a
atacar a la Unión Soviética en 1980, un candidato presidencial norteamericano
hizo campaña de manera activa contra los intereses nacionales de otro país. Al
amenazar con deportar a todos los inmigrantes indocumentados —aproximadamente
la mitad mexicanos—, construir un muro en la frontera con México y acabar con
el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el cual es más importante
para México que para Estados Unidos, Donald Trump convirtió a México en uno de
los asuntos centrales de la campaña. No obstante, no pudimos, no supimos, no
quisimos participar en la campaña: lo peor de ambos mundos. Después de tanta
pasividad e inhibición, debemos partir de una nueva realidad en la relación
entre los dos países y las dos sociedades. Sería un gravísimo error hacer como
si no hubiera sucedido nada, como si todo fuera a seguir igual.
Se ha generado de manera abierta, explícita y franca
—diría yo sincera y desvergonzada— un sentimiento antimexicano en Estados
Unidos que, o bien no existía antes, o bien no daba la cara antes. Hoy en día
dentro de amplios sectores de la sociedad norteamericana, no sólo en algunas
islas de racismo en estados como Arizona y Alabama, o en comunidades como Hazelton,
Pensilvania o Butler County, Ohio, o en algunas coyunturas —la propuesta 187 en
California, de 1992— ya es aceptable ser abiertamente antimexicano. No
antilatino ni antichicano, sino antimexicano: de México vienen los violadores,
los narcotraficantes, los asesinos, los “bad hombres”. Este sentimiento
obviamente no es mayoritario, pero se ha generalizado. Votaron más de 60
millones de norteamericanos por Donald Trump.
Asimismo, ha adquirido derecho de ciudad un sentimiento
antilibre comercio. Ya se volvió respetable o razonable ser fuertemente
críticos de acuerdos de libre comercio pasados y futuros. Conviene recordar el
tercer debate entre Clinton y Trump, cuando en varias ocasiones Trump le espetó
a su adversaria que “el NAFTA es el peor acuerdo de la historia de Estados
Unidos y tu marido lo firmó”. Hillary no sólo se mantuvo en silencio, sin
defender el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, sino que incluso se
opuso al hoy moribundo TPP.
En tercer lugar, se ha legitimado en Estados Unidos un
sentimiento antimigrante, distinto al sentimiento antimexicano. Se refleja en
el deseo de muchos de llevar a cabo deportaciones masivas, de ninguna manera
exclusivamente contra mexicanos. El muro, de alguna manera, es esencialmente
antimexicano: se ubica en la frontera norteamericana con México y la gran
mayoría de los que no cruzarían, de haber un muro, serían mexicanos. En cambio,
el sentimiento antimigrante que desemboca en la promesa de deportaciones
masivas —a través de lo que Trump llamó un deportation task force— se aplica a
los migrantes de manera pareja, no específicamente a los mexicanos.
¿Cómo deberíamos responder los mexicanos a la
inminente toma de posesión de Donald Trump? No existe opción seria de diversificación:
ni hoy ni desde el Porfiriato. A partir de 1890 más o menos, Estados Unidos
pasó a ser el primer socio comercial, financiero, turístico, tecnológico,
cultural, académico de México, y desde entonces —ya 120 años— eso no ha
cambiado y no va a cambiar, debido a la inercia geográfica y cultural. La
respuesta es más integración, no menos. La respuesta es una relación más
estrecha, más cercana, más intensa entre México y Estados Unidos, y en la
medida de lo posible con Canadá, sobre todo ahora que cuenta con un gobierno
tan ilustrado como el de Justin Trudeau. Más integración en varias direcciones.
Primero, en
materia de comercio, de salarios y de empleos, tenemos que entender en México,
pero también deben entender en Estados Unidos, que sí hay perdedores con el
TLCAN: muchos perdedores, en Estados Unidos y en México. Tal vez en ambos
países sean minoritarios, pero se trata de minorías significativas. Para ellos
había y hay políticas de mitigación, de compensación, de apoyo, de formación,
de capacitación en ambos países que no se han puesto en práctica. Mientras su
aplicación no ocupe un lugar central en los dos países, se extenderá aún más el
sentimiento antilibre comercio o antiglobalización que le dio la victoria a
Trump (y al Brexit). Esto abarca también el tema de los salarios en el caso de
México, y de los empleos en el de Estados Unidos.
La lógica del
TLCAN es infernal: que se mantengan bajos los salarios en México para que los
empleos de Estados Unidos se desplacen a México para incrementar la
competividad de las empresas y de la región norteamericanas. Esto beneficia a
ambos países, pero también los perjudica. En Estados Unidos hay gente que
pierde su empleo —un buen empleo— y lo ve sustituido con un mal empleo. En
México se mantienen bajos los salarios para atraer inversión norteamericana.
Así, a la larga, no sólo no ganan los dos países, sino que pierden. En todo
caso, ganan en un registro, pero pierden en otro.
Debe haber algún tipo de negociación entre México y
Estados Unidos, entre sus empresas y gobiernos respectivos para alcanzar
salarios más elevados mediante acuerdos mínimos —no a nivel nacional sino en
determinadas industrias o regiones, una por una— y lograr una hemorragia de
empleos menor, más pausada, tomando en cuenta jubilaciones anticipadas,
movilidad laboral, y otros factores.
El caso más obvio y más fácil, aunque de ninguna
manera desprovisto de complejidad, es la industria automotriz. Hay más de 700
mil trabajadores correspondientes en México, desde autopartes hasta el ensamble
final. No todas son norteamericanas, por supuesto, pero la mayoría sí. A los
trabajadores de la industria automotriz en México se les pagan salarios
inaceptables: de seis mil a ocho mil pesos al mes en promedio y al comienzo
—entre poco menos de 300 y 400 dólares mensuales. Un empleado en la misma
empresa en Michigan gana casi 30 doláres la hora: dependiendo del tipo de
cambio y de horas extra, hasta 30 veces más. La dinámica es insostenible. Por
ello, y por muchas otras razones, debemos cambiar. Pero para hacerlo debemos
saber con qué canicas contamos y qué actitud deseamos adoptar.
El presidente Enrique Peña Nieto ha optado por un
acercamiento no contencioso. Desde su bochornosa invitación a Trump en agosto,
en repetidas ocasiones ha intentado satisfacer las exigencias de Trump. Ha
aceptado reabrir las discusiones del TLCAN y ha limitado el debate acerca de
“el muro” a quién pagará por él… no si debiera construirse. Peña Nieto ha dicho
que ayudará a los mexicanos a quienes Trump dice que deportará, pero no ha
esgrimido una postura firme contra las deportaciones en sí mismas.
México no tiene por qué apaciguar a Trump así. Puede
contraatacar. No ganará todas las batallas, pero podría lograr más mediante la
oposición al nuevo presidente, aumentándole el costo de sus políticas
antimexicanas. Cuenta con múltiples fichas para hacerlo.
Sobre el TLCAN, México simplemente puede decirle a
Washington que no está dispuesto a renegociar el tratado. Hay razones para
crear acuerdos secundarios para complementar el tratado y abordar problemas
como la devaluación de la moneda, los salarios, energía, derechos humanos,
migración, o insituciones permanentes. Pero la idea de renegociar el TLCAN
debería ser completamente inaceptable para el gobierno mexicano, por un
sencillo motivo: abrir un proceso de esa naturaleza detendría el flujo de
inversiones a México por lo menos el tiempo que durara la negociación.
Si el gobierno de Trump decide abandonar el TLCAN en
respuesta, pues que así sea. Trump sería responsable de terminar con un acuerdo
que mantuvieron tres presidentes estadunidenses, cinco mexicanos y seis
primeros ministros canadienses a lo largo de los últimos 22 años y que, a pesar
de sus defectos y decepciones, ha funcionado razonablemente bien. La culpa de
retirarse del tratado sería suya. Muchos intereses comerciales estadunidenses y
diversas fuerzas políticas, incluyendo numerosos republicanos, se resentirían
con Trump por hacerlo. El daño a la economía mexicana sería significativo, pero
superable. Sin embargo, una renegociación prolongada del TLCAN podría ser aun
peor, con años de incertidumbre que desalentarían la inversión en el país.
En cuanto a las deportaciones, contamos con varias
opciones. En primer lugar, seguir el ejemplo de la asamblea legislativa de
California, que aprobó partidas de varios millones de dólares a principios de
diciembre para apoyar a los indocumentados en vías de deportación con abogados,
traductores, trabajadores sociales, albergues para sus familias y otras
necesidades. Las probabilidades de ganar en una audiencia de deportación si se
cuenta con un abogado se multiplican por tres en Estados Unidos. El proceso es
largo y doloroso, pero los legisladores californianos le apuestan a la
congestión del sistema jurídico migratorio para combatir y detener las
deportaciones. México debe hacer lo mismo, de dos maneras.
En primer lugar, el Congreso debe asignar ampliaciones
presupuestales importantes para nuestros 50 consulados en Estados Unidos con el
fin de contratar más personal local, más abogados, más tiempo-aire en los
medios para instar a los mexicanos en vías de deportación a no aceptar la
repatriación voluntaria y pelearle en una audiencia y ante los jueces de
migración. El propósito debe ser el mismo: sobrecarga el sistema para disuadir
a las autoridades norteamericanos de su locura.
En segundo lugar, de la mano con Honduras, El Salvador
y Guatemala, México puede afirmar legalmente que recibirá de regreso sólo a
quienes Estados Unidos pueda probar que en efecto son mexicanos; los países del
Triángulo del Norte pueden hacer lo mismo. Esto tendría que llevarse a cabo
mientras se encuentran en Estados Unidos. Ya que muchos inmigrantes mexicanos
no autorizados carecen de documentos, esta medida trasladaría el costo político
y económico de la deportación de México a su vecino del norte. Habría casos
pendientes, litigación y centros de detención abarrotados. Las redes sociales
transmitirían escenas de niños separados de sus padres atrapados en el limbo
legal. Esto podría equivaler a una catástrofe humanitaria, algo que nadie
quiere ver. Pero al igual que con el rechazo a la repatriación voluntaria, la
comparación no debe hacerse con el statu quo. En vez de eso, debería realizarse
con las millones de deportaciones prometidas por Trump. Puede que a sus
simpatizantes no les importe la consumación de esa terrible amenaza, pero a
muchos otros estadunidenses sí. El clamor consiguiente podría obligar a Trump a
abandonar sus intentos detestables de deportaciones masivas.
¿Y qué hay del muro? Es absurdo que México diga que no
le importa mientras no tenga que pagarlo. El gobierno mexicano debería oponerse
por completo a su construcción. Construir un muro fronterizo es un acto hostil;
enviaría un mensaje terrible al mundo. El costo y el peligro de cruzar sin
documentos se elevarían, lo que aumentaría el lucro y las rentas
extraordinarias para las mafias del crimen organizado.
Una vez que México anuncie su oposición al muro,
debemos recurrir a todas las herramientas legales, ambientales, políticas,
sociales, culturales y regionales para detener la construcción. Hay que
movilizar a las comunidades binacionales en Arizona, California, Nuevo México y
Texas contra la construcción del muro, hasta que el costo de perseverar con esa
idea absurda se vuelva demasiado alto para Trump. Las ciudades binacionales,
como Ciudad Juárez-El Paso, deberían organizar manifestaciones y presentar
demandas para tratar de asegurarse de que un muro hostil construido por Estados
Unidos no las divida.
Otra canica:
México puede aprovechar la decisión de California de legalizar la marihuana
recreativa o lúdica. A pesar de la victoria de Trump, la aprobación de la
propuesta en el estado más poblado de Estados Unidos hace que nuestra guerra
contra las drogas se vuelva ridícula. ¿Cuál es el propósito de enviar soldados
mexicanos para que quemen sembradíos, busquen tráileres y ubiquen narcotúneles
si cuando la marihuana llegue a California podrá venderse en el equivalente del
Oxxo local? Pero en vista de las agresiones de Trump, existe una razón
complementaria para que el país adopte una actitud pragmática de aceptación
tácita frente a las exportaciones de marihuana mexicana a Estados Unidos. El
gobierno de México no tiene por qué cooperar con un régimen hostil en
Washington. En vez de eso, nuestras autoridades simplemente deberían hacerse de
la vista gorda.
Contamos con otra ficha: nuestra frontera sur. De
acuerdo con varias versiones recientes, después de las elecciones en Estados
Unidos se ha producido un incremento significativo en el número de migrantes
centroamericanos que han emprendido el peligroso y caro camino hacia ese país.
Ahora se trata de familias enteras y de un fenómeno lógico. Trump ha dicho que
va a construir su muro, y sería sensato que personas que tienen la intención de
algún día irse a Estados Unidos, desde El Salvador, Honduras o Guatemala
decidieran emprender el viaje ya, antes de que se erija dicho muro. En vista de
que la violencia en esos países persiste, tendría mucho sentido que las
personas aterradas por la situación en sus países decidieran irse, estando aún
Obama en el poder.
Cuando se produjo la primera ola de menores de edad no
acompañados buscando llegar a Estados Unidos, en julio de 2014, el gobierno de
Peña Nieto decidió aceptar la solicitud de la Casa Blanca de ayudar a detener
el flujo. El razonamiento era atendible. Había que evitar que se desatara una
histeria antiinmigrantes en Estados Unidos, justo cuando parecía posible
legalizar a millones de indocumentados. Dicho eso, las autoridades mexicanas
desistieron de adoptar una de las dos posibles actitudes para cualquier país
atrapado en esta situación.
Hubieran podido decidir que para México la mayoría de
las personas que proceden del Triángulo del Norte huyen debido a un temor bien
fundado de persecución, por sus vidas, sus bienes, sus comunidades, etcétera.
Es decir, son refugiados, y deben ser tratados como tales: no deportados, sino
protegidos en campamentos de refugiados bajo la supervisión del Alto
Comisionado para Naciones Unidas de Refugiados, ACNUR. En todo caso, al término
de 30 días deben abandonar el país hacia donde ellos quieran: su país de origen
u otro, por ejemplo Estados Unidos. La otra posibilidad era adoptar la actitud
de Turquía. Cuando la canciller Merkel le pidió al presidente Erdogan, hace
poco más de un año, que detuviera el flujo de refugiados sirios y afganos hacia
la Unión Europea, el cínico de Erdogan respondió afirmativamente, pero con
varias condiciones: que se reanudaran las pláticas con la Unión Europea (UE)
para el acceso de Turquía a la misma, que se eliminara el requisito de visas
para nacionales turcos que viajaran a Europa, seis mil millones de euros al año
para atender a los refugiados que permanecieran en territorio turco, y una
especie de programa de uno por uno con la UE; por cada refugiado que Turquía
aceptara de Siria o Afganistán, la UE aceptaba un inmigrante turco.
Hoy no tiene el menor sentido que México le haga el
trabajo sucio a Estados Unidos con Trump como su presidente, si éste quiere
construir muros, deportar a mexicanos o revisar el Tratado de Libre Comercio.
Detener o no a los centroamericanos en la frontera sur o dejarlos pasar
libremente hacia la frontera norte debe ser una de las fichas de negociación
que México utilice en la confrontación venidera con Trump.
Una penúltima canica consiste en nuestra capacidad de
negociar en paquete este conjunto de temas, mientras que los estadunidenses
siempre prefieren, y casi siempre sólo pueden, negociar frente por frente. Es
cierto que la ortodoxia de la cancillería mexicana, y del priismo en su
conjunto, ha tendido a preferir la compartimentalización de los asuntos,
supuestamente para que ninguno contamine a los demás. Pero hoy nos conviene
mucho más armar un paquete de todas las fichas que hemos enunciado y tratarlas
en conjunto. Por varias razones, y una en particular, que convierte la
estrategia negociadora en un canica más. En Washington las agencias
involucradas en la relación con México suelen ser muchas, independientes, mal
coordinadas y en conflicto unas con otras. Más aún al principio de una
administración que carece de experiencia en materia internacional. Presentando
nosotros un paquete, y ellos llegando separados a la mesa de negociación,
llevaremos una ventaja —ciertamente marginal— pero quizás decisiva. Sobre todo
si recordamos que para los negociadores mexicanos el tema de Estados Unidos es
primordial y objeto de experiencia y de estudio; para los norteamericanos el
tema mexicano no lo es.
Una última moneda de cambio en nuestra cartera
consiste en las banderas que podemos izar en estas vencidas. Se centra en el
tema de los valores, uno de los posibles ejes de la postura mexicana —sociedad
y gobierno—, aquí y en Estados Unidos, durante estos años aciagos. Con toda la
hipocresía que se quiera, ese país ha sido la cuna, el baluarte y un actor
importante de la defensa de los valores de Occidente desde hace dos siglos.
Éstos hoy se ven amenazados por Trump y por muchos de los integrantes de su
equipo. México puede volverse uno de sus defensores, quizás el primero, por ser
nosotros los más afectados por Trump.
¿De qué valores se trata? Para empezar, los derechos
humanos y la democracia, y el combate a todas las posturas que los contradicen:
el racismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia, el antisemitismo. La defensa
del orden jurídico internacional existente, de las organizaciones
multilaterales y regionales que lo acompañan, de las ideas aún exageradas de
libre comercio, de libre circulación de bienes, capitales y personas, del
derecho internacional humanitario, son banderas que México podría adoptar y
transformar en la punta de lanza de la resistencia contra Trump.
Habrá muchos países que nos acompañen tanto en América
Latina como en Europa, pero al final tenemos que ser nosotros los primeros en
levantar la voz a favor de estos valores. Muchos se preguntarán quiénes somos
nosotros para hablar de derechos humanos. Hay algo de cierto en eso, pero si
dejamos atrás las guerras absurdas de Calderón-Peña y las consiguientes
violaciones a los derechos humanos, tal vez sí podamos hablar de ellos.
Esta ficha se relaciona estrechamente con nuestras
opciones dentro de Estados Unidos. En la normalidad histórica del nexo entre
ambos países nuestra relación privilegiada se concentra de modo inevitable con
el Poder Ejecutivo, y dentro del Poder Legislativo, con quienes detentan la
mayoría en ambas cámaras. Pero en las circunstancias actuales tal vez resulte
más sensato, audaz y viable, dejar en una especie de stand by el vínculo con el
Ejecutivo, salvo en lo que sea absolutamente indispensable e inercial, y buscar
aliados entre las fuerzas opositoras a Trump para poder defendernos en estos
años.
¿Quienes? Primero, al derrotado Partido Demócrata,
tanto en sus liderazgos visibles como entre sus representantes en el Congreso,
en las gubernaturas, alcaldías y otros puestos de elección popular. Enseguida,
a los sectores hispanos, tanto de segunda o tercera generación, así como los
ciudadanos mexicanos en Estados Unidos, con o sin papeles. Otros sectores
importantes son la iglesia católica, la comunidad judía y algunos sindicatos
que si bien pueden no ser nuestros aliados en los temas del TLCAN, sí lo pueden
ser en materia migratoria y de deportaciones. Y, en general, todos los demás
sectores liberales en Estados Unidos: la mayoría de los medios de comunicación,
las universidades, las fundaciones y buena parte de las organizaciones de la
sociedad civil norteamericana.
¿Se molestarán los republicanos y el propio Trump con
esto? Probablemente sí. ¿Tenemos alternativas? Probablemente no. Algo similar
ocurrió entre México y Estados Unidos a propósito de Centroamérica en los años
ochenta, durante los conflictos centroamericanos. Los gobiernos de López
Portillo y De la Madrid terminaron hablando más y sintiéndose más cercanos a
los sectores opositores a las guerras de Reagan en Centroamérica que con el
Ejecutivo de Estados Unidos. No es una mala lección. Podría ser útil ahora para
México.
Ninguna de esas posturas estará libre de riesgo para
México. Podría haber represalias de Estados Unidos, contragolpes en algunas
regiones y crisis humanitarias. Un gobierno mexicano débil y poco popular
quizás no resista la presión de Trump.
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