Aterrados: El Infierno Doméstico que Puso a Temblar al Terror a Todos
Había algo profundamente perturbador en ese año 2017. Mientras Hollywood nos bombardeaba con secuelas predecibles y remakes sin alma, desde las calles polvorientas de Buenos Aires emergía una pesadilla que haría temblar los cimientos del género: Aterrados. O Terrified, como la bautizó el circuito internacional, consciente de que necesitaba un nombre que pudiera pronunciarse entre gritos ahogados en salas de cine de todo el mundo.
Mi primer encuentro con Demián Rugna fue accidental, como suelen ser los mejores descubrimientos en el terror. Este hombre, que divide su tiempo entre componer riffs de rock y orquestar sinfonías de pánico, poseía algo que el cine de horror contemporáneo había perdido hace décadas: la capacidad genuina de aterrorizar. No de sobresaltar con jump scares baratos o ahogar al espectador en efectos digitales, sino de plantar semillas de inquietud que germinan mucho después de que se apagan los créditos. Rugna entiende algo fundamental que Lovecraft sabía instintivamente: el terror más efectivo es aquel que se infiltra en lo cotidiano, convirtiendo lo familiar en una amenaza latente.
¿Acaso existe algo más universalmente escalofriante que la paranoia vecinal? Todos tenemos grabado en el ADN urbano ese perfil sospechoso: el vecino que nunca saluda, cuyas luces se encienden a horas extrañas, de cuya casa provienen sonidos que no deberían existir. Rugna toma esta ansiedad colectiva y la exprime hasta obtener puro terror destilado. Aterrados no necesita castillos góticos o mansiones victorianas; convierte un barrio de clase media porteña en el epicentro del apocalipsis personal. Es Elm Street reimaginada para la era de la globalización, donde el mal no necesita visa para cruzar fronteras.
La genialidad diabólica de Rugna radica en su negativa rotunda a explicar. Mientras el público contemporáneo ha sido condicionado a exigir respuestas, explicaciones científicas, backstories elaboradas, Aterrados funciona como una cachetada existencial: el mal simplemente es. No hay laboratorios secretos, experimentos fallidos o venganzas ancestrales. El horror brota de los grifos como agua contaminada, se materializa en cocinas mientras preparas el desayuno, emerge desde debajo de camas donde guardas los recuerdos de la infancia. Es terror en estado puro, sin dilución narrativa.
La estética de Rugna bebe directamente de las fuentes más oscuras: tiene la inevitabilidad cósmica de Lovecraft, la brutalidad visceral del mejor gore italiano, y esa urgencia cruda del death metal que no conoce la palabra "sutil". Cuando un cuerpo se estrella repetidamente contra las paredes del baño hasta convertirse en pulpa, no es gratuitamente violento; es una declaración de principios. El director argentino nos recuerda que el cuerpo humano es frágil, que nuestros hogares son ilusorios refugios, que la cordura es un barniz delgado sobre el abismo. Ver a un cadáver moverse en la cocina con la naturalidad de quien busca un vaso de agua es experimentar esa sensación primordial que Hollywood había comercializado hasta la extinción: el miedo genuino.
Personalmente, mi aproximación a Aterrados fue teñida de prejuicios imperdonables. ¿Terror argentino? Mi mente, colonizada por décadas de supremacía hollywoodense, no podía procesar la ecuación. Como tantos cinéfitos, había caído en la trampa de asociar geografía con calidad, como si el talento para el horror fuera exclusivo de ciertos códigos postales. Pero el aburrimiento es el mejor catalizador para la aventura cinematográfica, y mi hartazgo con el terror formulaico me empujó hacia territorios desconocidos. Lo que descubrí fue una lección de humildad: el verdadero horror trasciende fronteras, idiomas y presupuestos.
Aterrados funciona porque Rugna comprende que el terror efectivo no reside en las respuestas, sino en la ausencia de ellas. Cada puerta que se abre revela nuevas preguntas; cada muerte plantea misterios más profundos. Es una narrativa que respeta la inteligencia del espectador mientras la tortura sistemáticamente. No subestima nuestra capacidad para completar los horrores que apenas sugiere, ni sobrestima nuestra necesidad de resoluciones limpias. En una era donde cada franquicia debe explicar hasta el último detalle de su mitología, Aterrados se yergue como un monolito de ambigüedad deliberada.
La revelación más deliciosa llegó después: Rugna no era un one-hit wonder, sino el heraldo de una nueva era en el terror latinoamericano. Sus proyectos posteriores confirmarían que Aterrados no fue un accidente, sino la primera declaración de una visión consistente y perturbadora. Y no, definitivamente no hablaremos de su banda de rock aquí; algunos misterios merecen conservarse intactos. Porque al final, Demián Rugna nos ha enseñado que en el arte del horror, como en las mejores pesadillas, lo que no se dice es infinitamente más poderoso que lo que se revela.



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