La Máquina del Tiempo de Putin
La Máquina del Tiempo de Putin
“Quien no extrañe a la Unión Soviética carece de corazón, el que la
quiera de regreso, carece de cerebro, dijo Putin, aquí un escrito de mi
escritor ruso favorito el gran Vladimir Sorokin, autor de El Día del Oprichnik,
libro obligado para los que vemos como Putin poco a poco lleva a Rusia hacia su
pasado imperial.”
Erreh Sviaia
Por: Valdimir Sorokin
Tomado de: http://elpais.com/
El gran escritor inglés de ciencia-ficción H. G. Wells,
quien describiera el viaje de un hombre a través del tiempo con cinematográfica
precisión, no tuvo en cuenta una sola cosa: la influencia de ese extraordinario
viaje en la psique del viajero. El hombre, como es sabido, es un ser en el
tiempo. “¡Intenten separarme de mi época! Se romperán el cuello”, escribió en
los años estalinistas el poeta Ósip Mandelshtam. Tan sólo la implacable máquina
del gulag logró separarle de su época.
La novela de Wells alumbró el género “cronofantástico”; no
obstante, en esos libros y películas, apenas se trata la psique del viajero por
el río del tiempo. En general, el protagonista regresa a su época feliz,
colmado de sensaciones intensas.
Si bien todo está más claro con los viajes hacia el futuro,
la posibilidad de desplazarse hacia el pasado confunde como antaño a las
luminarias académicas. Los teóricos se enzarzan en los congresos, sin advertir
que ya se construyó la máquina del tiempo, ni que ha partido alegremente hacia
el pasado. Y lo más sorprendente: este viaje no lo ha emprendido un héroe
solitario, émulo del wellsiano, sino un país entero: ¡los 140 millones de
habitantes de la Federación Rusa! Sólo personas abducidas por esa idea se
prestarían a tan arriesgado experimento. ¿Pero es la abducción propiamente
rusa? Recordemos el siglo XX con su proyecto comunista. No en vano el primer
hombre en el espacio fue un ruso…
Mas… ¿Quién construyó y puso en movimiento la máquina del
tiempo? Un hombre mediocre, exempleado del KGB que, sin haber hecho una carrera
fulgurante y reconvertido en funcionario público de cierto éxito tras la caída
de la URSS, asciende paso a paso e, inesperadamente, es encumbrado por un
enfermo Yeltsin a la cúspide del poder, garantizando la seguridad de su
familia. La cúspide de esa antigua pirámide, fundada por Iván el Terrible,
despierta en las personas unas capacidades que ni ellos mismos sospechaban.
Como en un cuento: érase un hombre que se anudó el Anillo y se convirtió en
Sauron. Y de repente, en un hombre mediocre se despertó tal pasión animal por
el poder, tal deseo de portar siempre el Anillo mágico, que el camarada Stalin,
desde su tumba, sonrió con aprobación. Él también amaba el poder, y lo mantuvo
con la ayuda de una fórmula efectiva: el terror masivo ininterrumpido + el mito
de un futuro brillante + el Telón de Acero. Mas… ¿cómo mantenerse en la cúspide
de la pirámide mágica en el siglo XXI, el siglo de Internet, la democracia, las
fronteras abiertas y la tecnología punta? Y el cerebro del nuevo dirigente dio
con la fórmula mágica: la máquina del tiempo. Desde el primer día de su mandato
se puso a construirla con tesón de hormiga, tornillo a tornillo. Este hombre, a
primera vista discreto, aparentemente gris, demostró un tesón vigoroso en esta
campaña. Construyó la máquina del tiempo. Y con mano sudorosa por la inquietud,
accionó la palanca de arranque. Un país enorme navegó hacia el pasado con el
que soñaban millones de pensionistas rusos. ¡La antigua grandeza del imperio
soviético! Ésta no sólo no les daba tregua a los pensionistas, sino también a
los neoimperialistas, a los nacionalbolcheviques y a los neomonárquicos,
convencidos de que Stalin fue “un zar ruso más, sólo que un poco cruel”.
Precisamente la nostalgia del pasado se ha convertido en el
principal carburante de la máquina de Putin. No todos arrojaron la nostalgia al
basurero de la década de los noventa: esas píldoras de naftalina se guardaron
en las cajitas de los abuelitos y las cómodas de las abuelitas. Y para
suministrárselas a la población, para echar combustible a la máquina del
tiempo, fue necesaria otra máquina más: la propaganda. Eso es ahora la
televisión. Todo empezó con los remakes de películas y las canciones soviéticas
interpretadas como grandes éxitos; con los talk shows, en los que estalinistas
canosos contaban a la juventud cuán poderosa fue la URSS y cuánto la temía y
respetaba Occidente, silenciando el gulag y la represión masiva. En paralelo se
clausuraba los programas librepensantes, se desmantelaba canales de televisión,
se recrudecía el control sobre los medios… El viaje retrospectivo había
comenzado. Hecha la cuenta atrás, el país se sumergió en el final de la era
Breznev: el sistema monopartidista se afirmó, los opositores se convirtieron en
disidentes, el antiamericanismo se volvió un lugar común. Y además, ese tufo a
estalinismo de cada cinco años: las elecciones se convirtieron definitivamente
en una ficción, los políticos-disidentes eran imputados o emigraban, y la
justicia y el parlamento se redujeron a juguetes en manos de Putin. El éxito le
dio alas, y hundió con más fuerza las palancas de su máquina: ¡atrás, atrás,
más rápido! Así fue cómo la retórica soviética se trocó imperial, cómo la
máxima del zar-conservador Alejandro III “Rusia solamente tiene dos aliados: su
Ejército y su Marina” se convirtió en programa político. En los talk shows ya
hablan de “la singularidad de la vía rusa”, la extraordinaria espiritualidad
que nos salva del Occidente materialista e infecto, la Iglesia fundida con el
Estado, con generales de los servicios de inteligencia persignándose desde las
pantallas. “¡Rusia siempre ha sido, es y será un imperio!”, vociferan los
jóvenes escritores y analistas. Pero un imperio necesita conquistas militares,
la retirada del enemigo. Entonces llegó la victoria: “¡Crimea es nuestra!” El
televisor se recalentó con los vítores, se atascó la máquina del tiempo.
Parecía el momento de frenar y reflexionar. Pero he aquí el ofuscamiento del
juicio del viajero que silenciara Wells: nuestros prohombres se
desenmascararon: “¡Lancemos los tanques sobre Kíev!” “¡Armas nucleares contra
los ucrafascistas!” “¡Rusia necesita un emperador!” “¡Impidamos a la población
tener dólares!” “¡Pena de muerte para castigar a los pervertidos y los enemigos
de Rusia!” “Estudiar idiomas en la escuela va contra la tradición rusa”
“¡Visados para viajar fuera!” “¡La Quinta Columna a Siberia!”
Angela Merkel ha observado que “Putin vive en otro mundo” ¡Y
tanto! Ese mundo le embriaga, sus piernas aprietan las palancas con los casquillos
de la máquina incandescentes. Se necesita más combustible: queda poca
nostalgia, no basta con las ideas imperiales, urge una guerra real, con sangre
real, sangre de los héroes que cayeron por el Dombás, por Novarrusia, por un
ideal. ¡Guerra a Occidente hasta la victoria! En Minsk se impuso a los
debiluchos políticos europeos. ¡Más victorias en el horizonte! Habrá un nuevo
Stalingrado en Járkov, y Járkov aniquilado será rebautizado como Putingrado, el
vencedor empuñará la espada de Aleksander Nevski montando un caballo blanco, de
uniforme blanco… no, de judo-kimono; o mejor, en topless, cual nuevo Conan el
Bárbaro, mas no será un bárbaro, sino el vencedor, el guardián del mundo ruso,
y habrá desfile de la victoria, y acto seguido, la coronación del emperador de
la nueva rusia…
Lamentablemente, la máquina del tiempo ha resultado un
capricho caro. El rublo se desploma, la economía, sancionada, rueda por la
pendiente. La gente pierde sus ahorros. La histeria televisiva contra los
“vendepatrias” y la quinta columna ya ha traído su primer fatídico fruto: el
asesinato del opositor Boris Nemtsov frente al Kremlin hace la vida en la
capital realmente impredecible y peligrosa. Ahora todo es posible: la caza a
los “enemigos del pueblo”, colas en las calles, provocaciones sangrientas…
Llegará el tiempo real y los ciudadanos, hambrientos y
exhaustos de incertidumbre y ensañamiento, se preguntarán: “¿Para qué demonios
nos han dado esta máquina del tiempo?” Preguntas como ésa hacen desvanecer las
ilusiones e imperios colectivos. Recordemos: “¿Para qué demonios nos han dado
este comunismo?”
La máquina del tiempo de Putin se llena de humo. Es harto
difícil que se detenga voluntariamente. Lo más probable es que se recaliente o
estalle. En el primer caso, el olor será insoportable; en el segundo, se
desintegrará. La pregunta es: ¿cómo y dónde caerán sus pedazos?
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