Hysteria en el Apartamento 213: El pop perfecto, el apartamento maldito y el caníbal de Milwaukee
Hysteria, el cuarto álbum de Def Leppard, nació en agosto de 1987 como un virus radiante, diseñado quirúrgicamente por Robert “Mutt” Lange para infectar las ondas de radio. Siete sencillos se colaron en las listas de popularidad como un enjambre perfecto de melodías pegajosas. Era irresistible. Un arma pop calibrada para la dominación total del FM.
Pero había un dato oscuro ligado a aquél brillante disco.
Una copia de ese disco fue encontrado por la policía en el departamento 213 del edificio Oxford en Milwaukee. El infame apartamento de Jeffrey Dahmer. Más tarde, se lo entregaron a su padre junto a una colección de horrores en bolsas negras.
Contra lo que dice el mito urbano, Dahmer no escuchaba a Slayer ni a Metallica. Dahner no era en lo absoluto un "metalhead". Su soundtrack mental era más insidioso: los Beatles —especialmente “I Am the Walrus”—, y Black Sabbath. Eso escuchaba mientras su mundo interior se desplomaba entre sesiones espiritistas para hablar con los muertos, y alcohol barato para sedar sus enfermas pasiones. Dahmer permanecería completamente solo en su casa de Bath, Ohio, tras ser abandonado por ambos padres al cumplir 18. La muerte ya le hablaba al oído.
Ese mismo año, 1978, mientras la policía arrestaba a John Wayne Gacy, el “payaso asesino”, Dahmer desmembraba en silencio a su primera víctima: Steven Hicks, un joven que pidió aventón. Lo mató con una barra de gimnasio. Esa barra —el símbolo de la cultura fitness americana— se convertiría, irónicamente, en el instrumento que sellaría su destino: en 1994, otro recluso lo mataría con una igual, como si el ciclo se cerrara en un golpe.
Coincidencia. Azar. Destino. Nassim Nicholas Taleb diría que una parte es suerte, la otra son las decisiones que tomamos.
La segunda víctima de Dahmer también se llamaba Steven: Steven Tuomi. Fue en 1987, el mismo año en que Hysteria conquistaba las radios. Mientras Def Leppard llenaba estadios, Dahmer comenzaba a llenar su refrigerador de restos humanos y el cajón de su cabecera de Polaroids que documentaban sus actos abominables.
En los 90, su soundtrack había cambiado. Escuchaba a Mötley Crüe y a Def Leppard. Frecuentaba clubes marginales, oscuros, donde la música bailable experimental retumbaba entre cuerpos anónimos. Una noche, acompañó a alguien a un show de Skinny Puppy; el día de su arresto, los vecinos reportaron que sonaba Clock DVA desde su apartamento. Ironías del algoritmo: uno imaginaría que su playlist sería Throbbing Gristle. Pero no. Dahmer nunca fue fanático de la música. La usaba como ruido de fondo para tapar los gritos del vacío.
Aun así, no cuesta imaginarlo con los audífonos puestos, en su apartamento congelado en el tiempo, escuchando temas como “Animal” o “Love Bites” mientras limpiaba huesos o ensamblaba su altar de carne y silencio.
Hubiera sido grotescamente perfecto que su banda favorita fueran los Fine Young Cannibals. Pero no. Esa, por cierto, era una de las favoritas de Steve Jobs. “She Drives Me Crazy.” Bienvenidos al club.
“Nací muy tarde... tal vez debí ser azteca.”
—Jeffrey Dahmer
También fue pionero en algo que hoy sería viral: el photobombing. Dahmer se colaba sin invitación en las fotos de los clubes escolares de su preparatoria. Su gesto: siempre raro, siempre incómodo. Dicen que tenía un humor peculiar. Cuando lo llevaban esposado por los pasillos del juzgado, veía las caras de espanto y soltaba: “Lo siento... es que hoy no me afeité.”
Otra frase de cabecera: “Cuidado... muerdo.”
El 10 de mayo de 1994, Dahmer fue bautizado en prisión. Ese mismo día, John Wayne Gacy fue ejecutado. Sus últimas palabras fueron: “Bésenme el trasero.”
Y como si el universo tuviera sentido del espectáculo, ese día hubo un eclipse total de sol. Carl Jung no le habría llamado coincidencia. Habría dicho: sincronicidad.
Ese mismo patrón simbólico conectó a Dahmer con otro asesino serial al otro lado del Atlántico: Dennis Nielsen. Ambos practicaban la necrofilia. Ambos eran alcohólicos. Ambos intentaban conservar los cuerpos de sus víctimas, como si pudieran detener el tiempo. Los vecinos delataban a Dahmer por el olor; Nielsen, por las tuberías tapadas con restos humanos. Dahmer escuchaba Def Leppard. Nielsen, la ópera rock Tommy de The Who. Uno congelaba. El otro hervía.
Jung decía que la sincronicidad no es azar, sino una resonancia emocional profunda. Como si el inconsciente colectivo tuviera su propia partitura.
A pesar de todo, su familia —padre, madre, madrastra— nunca lo soltó. Admitieron que el abandono fue una bomba de tiempo. Dahmer no quería matar por placer. Quería conservar desesperadamente. Aferrarse a lo que no quería perder. A lo que ya no tenía. Pero en la mente de Dahmer, la única forma de conservar, era quitar la vida.
En su adolescencia fue amigo de Derf Backderf, quien luego escribiría la novela gráfica My Friend Dahmer, un retrato conmovedor de un monstruo en construcción. El detective Patrick Kennedy logró interrogar a Dahmer y obtener detalles desgarradores en su libro Grilling Dahmer. Kennedy fue de los pocos que lograron ver al humano detrás del caníbal.
Otro fue Roy Ratcliff, el pastor que lo bautizó en prisión. Pese a las críticas feroces —“Si Dahmer va al cielo, yo no quiero estar ahí”—, Ratcliff no lo abandonó. Dahmer le envió una carta agradeciéndole el apoyo semanas antes de su muerte. Ratcliff la considera una de sus posesiones más preciadas.



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