Encontrando Monstruos: Una Noche que Quebró la Realidad
Daniel y yo éramos los típicos idiotas de diecisiete años que confundían el aburrimiento existencial con una épica aventura. Aquella noche de verano, después de que la última gota de alcohol se evaporara junto con nuestra dignidad adolescente en la casa de campo de su familia, fuimos elegidos para una misión sagrada: encontrar alcohol a las dos de la mañana en territorio desconocido. En la ciudad conocíamos cada tienda de conveniencia que vendía cerveza caliente a precio de champaña sin hacer preguntas. Pero aquí, en medio de la nada, no teníamos idea de cómo funcionaba el mercado negro rural de licor barato.
Nuestra primera parada fue una gasolinera que parecía un set abandonado de The Texas Chain Saw Massacre, atendida por un anciano que probablemente había visto nacer, crecer, reproducirse y morir a tres generaciones de alcohólicos funcionales. Mientras llenábamos el tanque del Tsuru de Daniel—un coche que desafiaba las leyes de la física al seguir funcionando—el viejo nos ofreció dos opciones con la naturalidad de alguien que vende cigarros sueltos: una casa a unos kilómetros donde tal vez pudiéramos conseguir alcohol, y más lejos, un bar clandestino donde “a veces” ocurrían reuniones especiales. Sus ojos brillaban con esa malicia ancestral que solo poseen los hombres viejos que han visto demasiado y decidieron que el mundo merece exactamente lo que le toca. Como el Oráculo de Delfos, pero especializado en dar direcciones hacia la autodestrucción.
Nos dirigimos al primer sitio mientras el black metal de Burzum convertía el silencio nocturno en una sinfonía de desesperación nórdica a un volumen ensordecedor. Daniel conducía su vetusto Tsuru como si fuera un tanque Sherman atravesando territorio enemigo, y yo observaba cómo los árboles esqueléticos se erguían a ambos lados de la carretera como centinelas de un reino olvidado por la civilización moderna. Cuanto más perturbadora era la música—esos alaridos que Varg Vikernes grabó entre asesinatos e incendios de iglesias—más la disfrutábamos, como si estuviéramos genéticamente programados para encontrar belleza estética en lo macabro. El paisaje competía con los gritos desesperados que salían de las bocinas, creando una armonía perfecta de horror visual y auditivo.
De vez en cuando jugábamos nuestra broma favorita: apagar las luces del coche y conducir a ciegas por segundos que parecían eternidades cósmicas. Era una estupidez suicida que nos inyectaba pura adrenalina en la sangre, una ruleta rusa automovilística jugada contra la misma muerte. En esos instantes de oscuridad total, el mundo civilizado desaparecía por completo, y solo quedábamos nosotros dos con la posibilidad estadísticamente real de convertirnos en titulares del periódico local: “Dos adolescentes mueren en choque persiguiendo alcohol ilegal.” Supongo que a los diecisiete años la muerte parece más una curiosidad filosófica que una amenaza tangible, un concepto abstracto que solo le sucede a los demás. Darwin tenía razón sobre la selección natural.
Siguiendo las direcciones crípticas del oráculo de la gasolinera, tomamos un camino de tierra apenas marcado por piedras blancas, como migajas en una versión perversa de Hansel y Gretel—la clase que escribieron los Hermanos Grimm para adultos antes de que Disney los volviera cuentos familiares. Para cualquier observador satelital, habríamos desaparecido del mundo civilizado como si la tierra nos hubiera tragado. Llegamos a una estructura metálica con forma de torre de comunicación abandonada, grotescamente recortada contra el cielo nocturno, y junto a ella una casa de madera que parecía construida con los restos de un naufragio victoriano. Una lámpara de queroseno iluminaba tenuemente a dos hombres sentados en una mesa larga cubierta de botellas vacías de marcas que jamás encontrarías en un supermercado. Su fiesta había empezado horas atrás y, por lo que se veía, llevaban días celebrando algo que ninguna persona cuerda consideraría digno de celebrar.
Cuando Daniel apagó el motor del Tsuru, los dos hombres se levantaron con la coordinación perfecta de marinos veteranos borrachos y nos apuntaron con rifles que parecían reliquias auténticas de la Revolución Mexicana. En el México rural después de anochecer, las leyes urbanas y los códigos de conducta civil no existen; solo prevalece la ley primitiva del más armado y paranoico. Un perro se colocó entre nosotros, gruñendo con la furia ancestral de quien protege el último bastión sagrado de la humanidad rural. Levantamos las manos en el gesto universal de rendición pacífica, explicando nuestra noble misión etílica con el respeto debido a toda búsqueda espiritual, pero nuestros anfitriones armados respondieron con carcajadas burlonas que sonaban como hienas devorando carroña. Aunque insistimos en que teníamos suficiente dinero para pagar precios inflados, nos informaron que ya no quedaba alcohol y que, como forasteros urbanos, no éramos bienvenidos en su territorio tribal. El metálico sonido de cartuchos siendo cargados nos convenció de inmediato de que la hospitalidad rural tenía límites muy específicos, y estábamos a punto de aprenderlos de la manera más traumática posible. Recuerdo claramente escuchar el clic ominoso de las armas y ver una figura alada cruzar el cielo justo cuando un rayo tímido iluminó la escena. Confundidos y claramente no invitados, retrocedimos rápido con la dignidad de una retirada estratégica.
Regresamos a la carretera, maldiciendo la paranoia endémica rural, y continuamos hacia el segundo sitio prometido por nuestro oráculo de gasolinera. Unos kilómetros después, apareció una mansión colonial al costado del camino, completamente envuelta en oscuridad, aunque con voces lejanas que sugerían actividad humana nocturna. Salimos del coche y rodeamos la estructura hasta el patio trasero, donde encontramos algo que redefinió por completo nuestra idea adolescente de fiestas clandestinas. No era exactamente un club nocturno, sino más bien una ruina arquitectónica prehispánica con lo que parecía un cenote natural en el centro, rodeado de figuras humanas apenas iluminadas por la luna llena. Un círculo perfecto de personas inmóviles mirando hacia el agua estancada. Lo único que se escuchaba era al grupo repitiendo obsesivamente un mantra hipnótico: “Siempre ha estado aquí.” Una y otra vez, como un vinilo rayado reproduciendo la misma frase hasta el infinito.
Entonces lo vimos con una claridad aterradora: tenían a una mujer completamente desnuda en aquella piscina verdosa y mugrienta, y los asistentes la observaban con la solemnidad religiosa de un ritual ancestral que precedía al cristianismo por milenios. No había música moderna, ni risas sociales, ni conversación civilizada—solo una tensión atmosférica que se podía cortar con cuchillo carnicero. De pronto, un estruendo sísmico sacudió la noche entera, y uno de esos árboles gigantes de siglos comenzó a moverse como si despertara de un letargo milenario, un ente viviente que se había ocultado bajo la apariencia de vegetación común. La gente del círculo reaccionó con auténtica emoción, como niños en la mañana de Navidad, mientras la mujer en el cenote suplicaba desesperada que la dejaran salir. Su voz se quebraba con ruegos que ningún ser humano debería pronunciar jamás. Los relámpagos comenzaron a llenar el cielo con una frecuencia antinatural, como si el clima mismo respondiera a lo que estaba a punto de ocurrir.
Fue entonces cuando lo vimos descender del cielo nocturno: una criatura que desafía cualquier libro de zoología, colocando deliberadamente sus garras primarias en el suelo mientras desplegaba unas alas membranosas que definitivamente no pertenecían a este mundo ni a esta era geológica. No eran alas de ave moderna, sino algo reptiliano y primordial, como si la evolución hubiera tomado un camino distinto en algún rincón olvidado de la Tierra. Aquello—porque no hay otra palabra para describirlo—se acercó al cenote con movimientos calculados, observó a la mujer con la curiosidad científica de un coleccionista de especímenes raros, la levantó suavemente como quien arranca una flor delicada, y alzó el vuelo hacia la oscuridad absoluta del cielo nocturno. Los gritos desesperados de la mujer se desvanecieron gradualmente en la distancia mientras los relámpagos brillaban al compás de cada aletazo poderoso de aquellas imposibles alas. Mientras tanto, los asistentes coreaban su mantra hipnótico con mayor fervor religioso: “Siempre ha estado aquí, siempre ha estado aquí, siempre ha estado aquí.”
Daniel y yo corrimos al Tsuru con la gracia atlética de dos gacelas aterradas huyendo de un depredador prehistórico. El alcohol ya no era remotamente una prioridad; ahora solo queríamos poner la mayor distancia posible entre nosotros y lo que acabábamos de presenciar con nuestros propios ojos. Instintivamente supimos que nadie nos creería, y sinceramente empezábamos a dudar de nuestra cordura y de la realidad objetiva de lo vivido. En el camino de regreso hacia la civilización, pasamos por una presa artificial cuya superficie actuaba como un espejo de plata bajo la luz lunar directa. Allí lo vimos por última vez: la figura alada cruzando el paisaje rural con la gracia natural de un demonio en su elemento, rumbo a una meseta lejana hasta desaparecer por completo en la negrura absoluta del horizonte. Los relámpagos seguían iluminando la noche con cada aletazo de sus alas membranosas. Daniel y yo nos miramos en silencio y, tratando de procesar lo imposible, repetimos automáticamente las palabras que habíamos escuchado: “Siempre ha estado aquí.” Como si fuera la única explicación lógica a lo inexplicable.
Nunca hablamos de aquella noche en específico con nuestros amigos que se quedaron en la casa de campo. Algunos silencios son más elocuentes que cualquier confesión desesperada, y ciertas verdades sobre la naturaleza de la realidad solo pueden compartirse entre quienes han mirado directamente al abismo primordial y descubierto que el abismo, en efecto, te devuelve la mirada con interés personal. Veinte años después, cuando escucho noticias de desapariciones inexplicables en zonas rurales, siempre pienso lo mismo: siempre ha estado aquí, esperando, alimentándose, eligiendo. Y nosotros, humanos civilizados, simplemente elegimos no mirar hacia arriba en noches sin luna.



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