Cuando la Rebeldía del Maximalismo destrozó lo Clásico
La estrategia, nos guste o no, siempre exige un doble movimiento: un plan firme para no parecer improvisados y la flexibilidad suficiente para que no se nos note lo anticuados. En el mundo de la alta joyería esto se convierte en una especie de danza esquizofrénica: por un lado, la herencia artesanal de talleres que funcionan casi como monasterios; por otro, la presión del mercado que, como un adolescente caprichoso, cambia de gustos cada temporada. Y mientras tanto, los consumidores siguen creyendo que un “buen descuento” en una joya es un acto de bondad y no una señal de alarma.
La alta joyería, para sobrevivir, debe huir de la masificación, de esos colosos en Turquía o China que vomitan millones de piezas idénticas, tan impersonales como una galleta de la suerte en cadena. Porque aquí no se trata de vender barato ni de hacer sentir al cliente que consiguió una “ganga”. Aquí el juego es otro: crear valor real, inyectarle alma a la materia y certificar que lo que llevas encima no podría haberse comprado en Amazon Prime.
Las tendencias recientes han sido crueles con lo que alguna vez fue “clásico”. Los diamantes blancos, ese símbolo de status que reinó décadas, hoy parecen el Nokia 1100 de la joyería: confiables, sí, pero totalmente fuera del juego. Los que dictan moda miran hacia otros tonos: marrones, amarillos, y hasta oros que han dejado al amarillo tradicional en la misma categoría que los pantalones cargo. El oro rosa y blanco brillan más que nunca, y los diseñadores han encontrado en la plata y el platino los nuevos estandartes de verdadera sofisticación.
Y si alguien se atreviera a pronunciar la palabra “minimalismo” en una conversación seria sobre joyería contemporánea, probablemente sería expulsado de inmediato del club. Lo de hoy es el maximalismo brutal: esculturas que se llevan colgadas, armaduras que se presumen en público y talismanes diseñados para inflar el ego tanto como la autoestima. Ahí entran las perlas, pero no esas dóciles perlas de abuela; hablamos de piezas descomunales, como las de Ana Khouri, barrocas, caprichosas, que parecen más un accidente cósmico que una creación humana.
Pandora tal vez democratizó y popularizó los charms, pero lo que viene es más personal, más rebelde, casi clandestino. Jennifer Fisher, por ejemplo, los ha reposicionado en collares que parecen contener mensajes cifrados que solo su portador conoce. Al mismo tiempo, los collares se alargan como si estuvieran compitiendo con Rapunzel, diseñados por MAM, y los rígidos de torque empiezan a consolidarse como favoritos. El maximalismo, lejos de ser tendencia, ya es un grito de guerra: cadenas chunky al estilo David Yurman, brazaletes que parecen piezas de museo portátil, y anillos bombe que desafían la física y el buen gusto con la misma sonrisa.
Ni los broches se salvan: de haber sido expulsados al rincón del armario de las abuelas, regresan con ansias de venganza, rediseñados para quien tenga la osadía de llevarlos con orgullo. Y mientras todos se preguntan si los collares con T Bars serán la próxima ola inevitable, yo digo que no hay que subestimarlas. Si la plata alguna vez fue declarada muerta, hoy brilla con un descaro casi punk en las colecciones más audaces, recordándonos que los epitafios en joyería suelen escribirse con lápiz y no con cincel.
El futuro es un juego de mezclas imposibles: oro rosa con blanco en una misma pieza, tonos híbridos que confunden al ojo, diamantes marrones y amarillos que destronan sin piedad al blanco. Lo que antes se consideraba “imperfección” ahora es rareza deseada. Lo que antes era discreción ahora es ruido necesario. Y, en última instancia, lo que antes era lujo silencioso hoy se ha vuelto una declaración estridente, como si cada pieza dijera: “mírame bien, porque no volverás a ver otra igual”.



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