Dios siglo XXI
Dios siglo XXI
Por: Yuriria Sierra
Yo crecí en un hogar de librepensadores. Respecto a la “cuestión” de
Dios, la duda, el debate y libre albedrío para que cada quien decidiera
creer (si quería creer) y cómo creer (sin cortapisas, credos ni camisas
de fuerza) o no creer en lo absoluto, era como en todo lo demás, un
asunto personalísimo. Y así crecí: viendo, conociendo, husmeando y
descartando durante muchísimos años. Ninguna religión me atrajo nunca,
ninguno credo llegaba a convencerme. Y aunque la figura histórica de
Jesucristo me parecía, desde el lado más intelectual y filosófico,
fascinante por decir lo menos, el uso, distorsión y abuso que su propia
Iglesia hacía de su biografía y sus enseñanzas, siempre me apareció como
un discurso repulsivo. Jesús no era eso que la misa vende. Jesús estaba
muchísimo más allá que los grilletes interpretativos de los hombres (y
sus jerarquías) hacían a la conveniencia de sus intereses y sus
estructuras. Y no hablo sólo de los tiempos de la Inquisición: todavía
hoy en día cuántos curas y obispados no ponen a “Jesús” por delante para
justificar sus prejuicios y hasta sus abusos. Me gusta Jesús (el
maestro de carne y hueso), no me gusta su Iglesia, concluí desde muy
joven. Y me gusta tanto como me gustan filósofos que han sido
brutalmente críticos de su figura, como Nietzsche o como Foucault,
quienes vieron en el acto de la crucifixión un acto de coronación para
un discurso de poder determinado. Ése del que la Iglesia ha usufructuado
durante, al menos, mil 500 años.
Y contrario a lo que hubiera pensado a finales del siglo pasado, en
estos albores del siglo XXI no sólo no han triunfado la razón y la
ciencia como ejes rectores del debate público y el contrato colectivo
entre las sociedades. No. Muy por el contrario, hemos visto a las
distintas religiones renunciar a los ejes de sensatez y de respeto
mínimo por la otredad, para volcarse desde sus más inadmisibles actos de
barbarie (siempre justificados “en el nombre de dios”) sobre aquello
que no coincide con su oscurantismo (todo lo que no es racionalmente
explicable, sólo admite ese adjetivo). Hoy vemos al Estado Islámico
cometiendo cualquier tipo de atrocidades y crímenes imperdonables, en el
nombre de Alá. Matando niñas que lo único que quieren es ejercer su más
humano derecho a la educación. Asolando a poblaciones enteras para que
se “arrepientan” y “abracen al verdadero y único Dios”. Mandando niños a
la guerra que ellos denominan santa. Explotando coches bomba dónde sea
posible. Degollando periodistas extranjeros, transmitiéndolo en vivo y
cobrando rescate por sus cuerpos muertos. Secuestrando a más de 20 en
Sydney. Matando a siete en escuela francesa de Kabul. Asesinando
arteramente a 132 niños en Peshawar, apenas un día después de que la
también paquistaní Malala Yousafzai (otra de las víctimas de su terrorismo “espiritual”) recibiera el premio Nobel de la Paz.
Acaso ante la ineludible certeza de que el nuevo milenio no trajo
consigo mayores luces, más vectores de razón y más militancia para con
la ciencia, no puedo sino agradecer que al frente de la mayor
institución religiosa del mundo (la Iglesia católica) hoy se encuentre
un hombre tan inteligente y tan sensato como el papa Francisco.
En varias ocasiones he escrito en este mismo espacio sobre las gratas
sorpresas que me he llevado con la valentía y la liberalidad con la que
en este poco tiempo ha emprendido su papado. No es que la comunidad
homosexual, o las mujeres que deciden interrumpir su embarazo, o los que
deciden divorciarse necesiten en absoluto la bendición de la Santa
Sede. Pero el hecho de que el discurso de su máximo jerarca sea hoy un
discurso de respeto y tolerancia, que llame a impedir los prejuicios y
los excesos que se cometen en nombre de la fe, es un acto determinante.
Este Papa honra, como no había honrado Papa alguno (de los tres que me
han tocado, al menos), el verdadero mensaje filosófico de Jesús de
Nazaret: el amor por el prójimo (y no su juicio y su condena) como eje
rector de la convivencia entre las personas. Pero no sólo eso, sino que
ha sabido asumirse como ese líder a nivel global que sabe tejer fino,
pero contundente ante una cantidad tan numerosa como disímbola de
problemas internacionales. Lo mismo castigando los imperdonables actos
de pedofilia en su propia casa, que mediando históricamente para que
Washington y La Habana reestablecieran relaciones diplomáticas, que
llamando justamente a los grupos religiosos del Islam a no cometer más
atrocidades. Aplaudo ver a un hombre que desde la inteligencia resuelve
esos problemas y genere realidades mucho más generosas, bondadosas y
pacíficas, de lo que sus antecesores (o sus pares islámicos) hacen
cuando vociferan solamente desde los, tantas veces incoherentes y
criminales, asuntos de Dios y de la fe.
Yo, que no creo en su Iglesia (ni en ninguna otra), aplaudo la forma en la que el papa Francisco
ha decidido conducir a su grey: desde la razón, la empatía y una
profunda inteligencia (ahí donde tantos años la razón, la empatía y la
inteligencia habían estado ausentes). Porque así como Jesús se
avergonzaba al mirar a los inquisidores o a los curas pederastas,
seguramente hoy Mahoma debe de estar aterrado mirando
la forma en que sus “hijos” deciden profesar su amor a Alá. Así pues,
desde la evidente derrota del secularismo me atrevo a decir que, si el
siglo XXI requiere tanto de la idea de Dios, como lo han requerido los
siglos anteriores, celebro al menos, que “su vocero en la Tierra”, tenga
tantas luces como seguramente, de existir, las tiene él. Por eso
celebro a Jorge Mario Bergoglio.
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