Desconectar: El Último Acto de Rebeldía
El primer auto que tuve lo compré después de un par de años de trabajo. Debe haber sido hace unos veinticinco años o más. Era un Atlantic rojo, precursor de los actuales Jetta—si mal no recuerdo. Lo adquirí por una única razón: ahorrar tiempo y poder visitar más seguido a una novia que vivía en Apodaca.
Junté dinero durante meses, incluso años, para comprarlo. No le conté a ella. Y justo cuando había terminado de pagarlo y estaba a punto de recibirlo, me mandó a volar—como decimos coloquialmente. De repente, tenía un carro… pero ya no tenía un destino. Solo me servía para ir al trabajo y volver a casa.
Recuerdo que esta chica fue la primera persona que conocí que tenía un teléfono celular. Me llamaba la atención. Eran enormes, nada que ver con los de ahora. Lo curioso es que siempre estaba “disponible”, pero rara vez contestaba. Que si estaba sin señal, que si tenía llamadas perdidas, que si no sé qué. Yo no entendía mucho del tema, pero la escuchaba.
Con ese carro, en una época sin teléfonos móviles, encontré una rutina. Los sábados salía del trabajo al mediodía y simplemente manejaba. A veces tomaba la carretera nacional, otras veces la de Nuevo Laredo o la de Saltillo. Conducía sin rumbo hasta llegar a algún pueblito, algún restaurante perdido en el camino. Comía, caminaba un rato por alguna plaza y luego regresaba.
Mi madre aún vivía en ese entonces. Mi padre también. Siempre me decían que no podían localizarme, que estaba desconectado, que parecía que me escondía del mundo. Y, en cierta forma, era verdad. Buscaba eso. Desconectarme. Del trabajo, de la ciudad, del tráfico, de todo.
Hoy, en cambio, parece imposible. Está WhatsApp, está internet, está Facebook, Instagram, YouTube, TikTok. Vivimos en línea y podemos ser localizados prácticamente en todo momento. Siempre estamos disponibles y siempre estamos pendientes de una llamada, de un correo, de un mensaje privado. Estqnos pendientes de la última noticia, del último escándalo, del último desastre. Nos hemos convertido en consumidores compulsivos de información.
Y también nos hemos vuelto adictos. No queremos perdernos nada. No queremos desconectarnos ni un segundo. Escuchamos música todo el día en YouTube, vemos videos sin parar en TikTok, revisamos las redes cada cinco minutos. Vivimos en internet. Y la separación con el mundo real es cada vez más grande.
Lo irónico es que, cuando llegó la pandemia, la hiperconectividad se volvió aún más extrema. Clases en línea, trabajo remoto, juntas por Zoom. Todo era virtual. Y en ese encierro, nos metimos más y más en el ciberespacio. Perdimos la noción del tiempo, el contacto físico, la rutina. Nos volvimos más dependientes de la tecnología.
Ahora, muchos están empezando a sentirlo. El cansancio. La saturación. La necesidad de desconectar. Esas juntas interminables por Zoom, esas pantallas omnipresentes, ese estar siempre “en línea” empieza a desgastar. Queremos vernos cara a cara, hablar sin filtros, sin retrasos, sin preocupaciones técnicas.
Queremos recuperar nuestra vida. Queremos horarios. Queremos apagar el teléfono sin culpa. Queremos dejar de recibir mensajes de trabajo en fin de semana. Queremos dejar de sentir que, si no revisamos Instagram o TikTok, nos estamos perdiendo de algo importante. Queremos dormir sin la tentación de ver “solo un video más”.
Porque esta hiperconexión nos está costando caro. Nos roba tiempo, nos roba paz, nos roba sueño. No es solo Netflix o Prime Video. También son las redes sociales, las notificaciones, los memes, los mensajes a deshoras. Es la ansiedad de estar siempre disponibles.
Quizá las cosas empiecen a cambiar. Quizá, en algún momento, nos demos cuenta de que necesitamos desconectarnos para recuperar nuestra cordura. Que volver a los teléfonos “tontos” no sería tan mala idea. Que la verdadera revolución no es la digital, sino la de quienes decidan salir del ciberespacio por voluntad propia.
Tal vez llegue el día en que aprendamos a usar la tecnología sin que nos consuma. Tal vez, en algún momento, recordemos que la vida está allá afuera, más allá de la pantalla.
Tal vez la desconexión sea el verdadero lujo del futuro.
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