Solo, Helado y al Borde
Me tocó vivir solo en aquella ciudad fría y lluviosa durante algunos años. Llegué justo cuando comenzaba la pandemia. Dejé Monterrey pensando que el cierre de los gimnasios sería cosa de unas pocas semanas. Pero cuando busqué un lugar para entrenar, descubrí que los pocos gimnasios cercanos estaban cerrados.
Estaba lejos de mi familia, viviendo solo por primera vez, algo que siempre había querido experimentar después de escuchar las historias de mis compañeros de trabajo. Pero hay que tener cuidado con lo que se desea, porque podría hacerse realidad algún día.
Cuando mi madre murió, hace 20 años, me quedé un tiempo con mi padre, aunque apenas estaba en casa. Entre el trabajo, mi novia (hoy mi esposa) y mis amigos, pasaba poco tiempo ahí. Luego me casé y formé mi propia familia.
Recuerdo el día que le dije a mi esposa que tendría que trabajar lejos durante varias semanas. Se enojó. Pensé en rechazar la oferta. No se trataba de un viaje corto; iba a vivir prácticamente en otro lugar. Mis hijas no dijeron mucho, pero lo entendieron a su manera.
En un Día del Padre, me conecté a la celebración de la escuela de mi hija menor. Fui el único que asistió de forma remota. Cuando la maestra pidió a los niños abrazar a sus papás, mi niña rompió en llanto. Esa imagen me atravesó el alma. Pocas cosas me han dolido tanto.
El primer cumpleaños que pasé lejos, mi esposa y mis hijas fueron a visitarme. Pero solo lo hicieron una vez.
Renté un cuarto pequeño en un segundo piso que mi esposa me ayudó a encontrar. La primera vez que lo vi, pensé: No podré vivir aquí, yo solo. Era un sitio rústico, minúsculo: una cama, una cocina y un baño. La regadera parecía una cabina telefónica en la que apenas cabía. Antes había sido una oficina, y su extraña distribución incluía ventanas interiores entre la cocina y la habitación.
Un ventanal enorme hacía que el cuarto fuera helado de noche. Puse cortinas gruesas y el lugar se volvió oscuro. La iluminación era la típica luz blanca de oficina, incómoda y fría. Compré focos y extensiones para hacerlo más habitable.
Los primeros días fueron horrendos. Salía tarde del trabajo, prefería quedarme en la oficina hasta las 8 o 9 de la noche. No quería volver a ese cuarto oscuro y helado. Aunque en la oficina también estaba solo a esas horas, era diferente.
Cuando finalmente llegaba, me conectaba con mi esposa y mis hijas. Eso tampoco ayudaba. Verlas a distancia me hacía sentir peor. Las calles estaban desiertas, los cines y plazas cerrados. A las 10 de la noche, el silencio era total. Y el frío... un frío que calaba los huesos.
Recuerdo una noche en particular. La temperatura bajó de golpe y yo, recién llegado, aún no me acostumbraba. Tenía un par de cobijas delgadas que no servían de mucho. Me acosté, temblando sin parar. Por un momento pensé que moriría ahí, solo, en ese cuarto lúgubre. Temblé tanto que terminé exhausto. No sé si me dormí o si simplemente perdí la conciencia.
Una noche de esas, escuché ruidos en el cuarto contiguo. No sabía quiénes vivían ahí, pero distinguí dos voces de hombre y una de mujer. Eran las 11 o 12 de la noche, y en esa colonia el silencio era absoluto después de las 10.
Luego vinieron los golpes en la pared, los gemidos. Las paredes eran tan delgadas que se escuchaba todo. La cama del otro lado golpeaba contra el muro. Si ponía la mano sobre la pared, podía sentir los impactos.
Los gemidos de la mujer fueron subiendo de intensidad hasta que, finalmente, cesaron.
Yo estaba solo, muerto de frío, mientras que a solo unos centímetros de mí, un trío de desconocidos parecía pasárselo en grande en un sitio que, a primera vista, no prometía mucha acción. Estaba seguro que por lo menos ellos ni tenían frío, ni estaban solos.
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