La Gran Calumnia Contra el Liberalismo
La Gran Calumnia Contra el Liberalismo
Por: Leon Wieseltier
Tomado de: El Financiero
Hay muchas causas del redescubrimiento del amor a la
dictadura en nuestro tiempo, del resurgimiento desgarrador de la predilección
por aquello que un pensador francés del siglo XVI llamó perplejo “servidumbre
voluntaria”. Algunas de las causas son económicas, pero no todas. Presenciamos
también una convulsión intelectual. No se trata de manera exacta de una guerra
intelectual: un bando falta por llegar a las barricadas con pleno vigor. Ya
fracasó de tal modo antes, y sobrevino el desastre. Ese bando, por supuesto, es
el bando liberal. El ascenso del autoritarismo no es otra cosa que la caída del
liberalismo. En un número alarmante de países y culturas –algunos de los cuales
han experimentado un orden liberal, mientras otros no–, la idea liberal está
siendo deslegitimada con furia. Y no solo deslegitimada; también, calumniada.
La descripción del liberalismo como un mal puede que sea la mayor mentira de un
tiempo, como el nuestro, en extremo mendaz.
Dejo a los historiadores la tarea de documentar la plétora
de bendiciones que el orden liberal confirió a aquellas sociedades que con
sabiduría ingresaron en él durante las últimas siete u ocho décadas. Nunca ha
habido mayor progreso acompañado de menor injusticia que durante la era
liberal. Como creo que este progreso crucial se debe tanto a las creencias como
a las políticas, y que los climas políticos son preparados por climas
intelectuales, estoy más interesado en los orígenes filosóficos de nuestras
circunstancias. Intelectualmente, soy belicista. Confieso mi deseo de batalla.
No podría ser de otro modo pues mis enemigos, los enemigos del liberalismo,
también tienen deseo de batalla y han lanzado su ataque. Nos llega por todos
lados. Hay muchas maneras en las que estamos recreando la década de 1930. Una
de ellas es el consenso entre la derecha y la izquierda, entre los populistas
retrógrados y los populistas progresistas, según el cual los liberales son los
villanos.
Los ultras pueden vivir felices unos con otros; se necesitan
mutuamente; medran entre sí. Comparten una mentalidad revolucionaria, la
excitación propia de la sensibilidad apocalíptica. Juntos, luego, deben aliarse
para destruir a los antiapocalípticos a su alrededor –aquellos que se preocupan
tanto por los medios como por los fines; quienes prefieren reparar
instituciones antes que destruirlas; quienes recuerdan la historia larga de
venalidades y atrocidades cometidas en pos de la justicia; quienes aborrecen
las masas; quienes insisten en que la autenticidad debe responder ante la
moralidad; quienes desprecian las explicaciones simples y las cosmovisiones
plasmables en consignas y banderas; quienes temen las redenciones y a los
redentores–. Ahora, todas esas convicciones, todos los grandes principios que
constituyen la tradición liberal deben ser defendidos. Después de todo lo que
el liberalismo resistió y sobrellevó, después de los ataques de inconcebible
brutalidad a manos del fascismo y del comunismo, debemos luchar por él otra vez
de manera incondicional. Y debemos comenzar de nuevo en el comienzo. Muchos de
nuestros actuales oponentes son herederos de los antiguos enemigos del
liberalismo. Nosotros también debemos mantener la fe de nuestros antecesores
–no porque sea la nuestra, sino porque podemos justificarla ética y
filosóficamente.
Los autoritarios de la derecha y la izquierda están en lo
correcto: los liberales, en efecto, se interponen en su camino. Entendemos la
tentación populista demasiado bien, y recordamos demasiado vívidamente sus
consecuencias, para dejarla en paz. Las multitudes y sus líderes están buscando
el reencantamiento de la política, pero nosotros hace tiempo que abogamos por
su desencantamiento. Atesoramos nuestra desilusión, y la cultivamos como el
comienzo de la sabiduría. Hay emociones fuertes que dejaron de atraernos; de hecho,
nos repelen. Creemos en la paciencia histórica –no indiferencia, sino
paciencia– porque hemos observado que en la política la gratificación inmediata
a menudo adquiere la forma de un crimen. Si corremos el riesgo de la
complacencia, los radicales corren el riesgo de la ferocidad. Ninguna ideología
que haya alcanzado el poder político (incluso una ideología antiideológica como
el liberalismo) ha tenido las manos limpias por completo; excepto que el
liberalismo siempre ha incluido un escrúpulo, un cuerpo de valores y leyes,
sobre sus propios abusos y la obligación de remediarlos. Los progresistas y
retrógrados, por el contrario, no se distinguen por su inclinación
introspectiva. Valoran su ira y hacen campo al odio. ¿Uno debería odiar la
injusticia? Siempre. Pero los progresistas y los retrógrados no solo odian la
injusticia, también odian a clases enteras de personas.
La calumnia contra el liberalismo aparece en varias partes.
La queja más frecuente es que el liberalismo está disecado, que es meramente procedimental,
una maraña de reglas y regulaciones que no atienden o siquiera reconocen la
particularidad y la riqueza plena de la vida humana. Se alega que el
liberalismo es una doctrina para gobernar, pero no para vivir. Hay un granito
de verdad en esa queja: es natural que la creencia del liberalismo en el poder
del gobierno para mitigar la miseria lo haya llevado a tener un interés
sofisticado en los procedimientos mediante los cuales se pueda alcanzar tan
alto objetivo. El liberalismo en verdad se preocupa por analizar y solucionar
problemas, pero la aridez de tales compromisos no debería ocultar el acalorado
fondo humano de su empresa. No hay nada de árido en la causa del progreso. Si
el liberalismo fracasa en satisfacer emocionalmente a sus ciudadanos como hacen
los llamados al linaje, la tierra, la clase y la cultura, entonces esa es una
de las fortalezas del liberalismo, no su debilidad. Ningún sermón sobre la
responsabilidad enardeció corazón alguno. Pero cuidado con la política de los
corazones enardecidos. Los escombros del liberalismo ahora nos rodean, en
particular en mi país de mierda, Estados Unidos.
Más importante, es falso asegurar que el liberalismo no
provee nada salvo procedimientos. La tradición liberal sostiene una imagen
profunda, noble e inspiradora de la persona humana; una imagen que se origina
en una fe axiomática en la dignidad humana. (La creencia puede tomar formas
seculares o religiosas.) Esta dignidad se expresa en la noción de los derechos,
una de las glorias supremas de la civilización. Un derecho marca un valor
intrínseco e inalienable, el reconocimiento de que uno es el tipo de ser cuya
naturaleza misma exige un trato respetuoso y mesurado. Es la protección más
fundamental contra los caprichos del poder. La gente que se burla de la noción
de los derechos, la “cultura de los derechos”, jamás ha perdido uno. Y nadie
que haya sido privado alguna vez de un derecho ha tenido jamás problemas con su
“individualismo”. Tampoco es cierto, de cualquier modo, que los derechos sean,
en sentido estricto, individualistas. Aplican a individuos por el hecho de
referirse a un principio mayor y una figura más grande. Quizá el rasgo más
contracultural del liberalismo sea su universalismo, su insistencia en el
alcance universal de los derechos. Antes que cualquier otra cosa, la doctrina
de los derechos es un ideal de toda la vida humana, una visión de cómo los
seres pensantes y sensibles –las personas humanas– pueden vivir con justicia y
concordia. Un derecho que no sea universal solo es un privilegio. ¿Qué tiene en
específico de vergonzoso referirse a la humanidad? ¿ Realmente no existe tal
cosa?
El universalismo es el ogro de la nueva era autoritaria. Lo
desestiman por todas partes en nombre del localismo, como si nuestras
similitudes no pudieran coexistir de alguna manera con nuestras diferencias.
Los políticos suben al poder y los expertos ascienden a la televisión
predicando que todos venimos de algún lugar y nadie de ninguna parte, y que por
lo tanto debemos servir a los lugares de donde venimos y rediseñar nuestras
políticas considerando nuestras particularidades como esencias. La revuelta
contra el universalismo se expresa como un rechazo a la “globalización”. ¡Abajo
las élites! No importa que todo lugar tenga su propia élite. (El elitismo antielitista
es una de las comedias negras de nuestra era.) Resulta imposible negar que
Davos es un espectáculo perturbador, pero con certeza hay menos que temer de
unos billonarios parlanchines en un pueblo suizo cubierto de nieve que de los
dictadores en Moscú, Pekín, Ankara, Teherán, Budapest, Varsovia, Caracas,
Damasco, El Cairo, Manila, Pionyang, Bangkok, y otros sitios, sin olvidar a las
capitales europeas, asiáticas y sudamericanas tambaleándose al borde del
desastre antidemocrático.
Lo que inicia en filosofía a menudo termina en política. Tal
es, desde luego, el caso con el universalismo en nuestro mundo cada vez más
oscuro. Por ello vale la pena insistir en que la distinción entre lo universal
y lo particular es por entero un embuste. Nunca ha vivido un ser humano
puramente universal o puramente particular. Tales criaturas serían monstruos.
Lo universal no puede alcanzarse sino mediante lo particular, y lo particular
no puede vindicarse salvo a través de lo universal. Estas supuestas antinomias
coexisten donde sea que miremos. La mezcla no es imposible, sino común y
corriente. Somos, todos nosotros, en diferente medida, particulares y
universales: seres compuestos. Nos originamos en la especificidad, pero
excedemos nuestros orígenes. Ese exceso –insistir en que el final no debe
reproducir el principio– es una característica definitoria de la experiencia
humana. Somos seres compuestos y móviles. Vamos de un lugar a otro llevando
todos nuestros lugares con nosotros, corrigiéndolos y enriqueciéndolos unos con
otros, aspirando no a estar en todas partes sino a estar en otra parte, porque
es en otra parte donde mejor podemos educar nuestros corazones provincianos. El
estar sin hogar puede experimentarse también, y a veces de manera más punzante,
en el hogar. Y apiadémonos del espíritu de una sola morada.
El romance del heimat [patria] es un insulto al potencial
humano. Así como también lo es la política del heimat. El autoritarismo es, muy
a menudo, un culto al enraizamiento, mientras que al liberalismo muchas veces
se le calumnia como un motor de desarraigo. De este modo, el reaccionario ruso
Aleksandr Duguin ha denunciado el liberalismo como “la destrucción progresiva
de todas las clases de identidad colectiva”. Histórica y conceptualmente, esto
es un sinsentido. El liberalismo no riñe con las raíces; honra a su vez a las
ramas, reconoce que el propósito de las raíces es hacer crecer a las ramas, las
cuales bien pueden extenderse muy lejos de aquellas. El argumento en contra del
liberalismo se esgrime cada vez más en nombre de la identidad; sin embargo, un
orden liberal no es adverso a la identidad, sea individual o colectiva. Todo lo
contrario: la identidad, portable y mutable, florece de una manera más robusta
en un orden liberal. O más precisamente: las identidades florecen. Es bien
cierto que un orden liberal no puede, a conciencia, restringirse a sí mismo a
una sola identidad. La homogeneidad es una contradicción a su sentido de
posibilidad. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Acaso la solidaridad debería llevarse al
extremo de la intolerancia? Una manera de entender los nuevos autoritarismos es
concebirlos como una serie de identidades singulares que son demasiado débiles
para aguantar la presencias de otras identidades. Demasiado patéticas para
soportar la prueba del pluralismo, deben fortalecerse a sí mismas con el apoyo
artificial del poder estatal.
El repudio del universalismo y la pleitesía a los orígenes
coinciden en el debate actual sobre los conceptos de libertad y democracia. Los
críticos de la democracia gustan reducirla a su procedencia, a fin de
circunscribirla como algo occidental y, por lo tanto, ajeno e inapropiado para
sociedades no occidentales. No les importa pasar por alto las antiguas vetas
democráticas en algunas culturas no occidentales, que de modo persuasivo ha
identificado Amartya Sen. De manera más significativa, no pueden imaginar la
interacción entre raíces y ramas que define a la vida humana. A fin de cuentas,
todas las proposiciones universalmente verdaderas se descubren en un lugar y un
tiempo particulares. Hacemos descubrimientos aplicables a personas que no son
como nosotros salvo en la medida en que son lo suficientemente como nosotros
para que nuestros descubrimientos apliquen a ellos. O para que sus
descubrimientos apliquen a nosotros. ¿Debería Occidente rechazar el álgebra
porque fue un logro del mundo musulmán? ¿La explicación copernicana del cosmos
solo es verdadera en Polonia? De igual forma, es absurdo despachar la
democracia como algo occidental. La teoría de la democracia o es una teoría
universal o carece de significado. Mientras que los filósofos tempranos de la
democracia occidental sí reflejaban los prejuicios de su tiempo al excluir a
ciertos grupos del novel arreglo, en gran parte basándose en la religión, estas
exclusiones eran, bajo los estándares del propio arreglo democrático,
hipócritas. En la era moderna estas restricciones han estado eliminándose sin
tregua, y el pensamiento democrático se ha puesto al corriente con el ideal de
inclusión que la promesa democrática siempre implicó. Trágica ironía: justo
cuando la democracia intenta vivir acorde a su universalismo, se le menosprecia
precisamente por ello.
Una confusión similar reina en la discusión acerca de la
libertad. Voy a citar a Duguin de nuevo porque es un ejemplo espectacular del
error autoritario. “La interpretación liberal según la cual la libertad no es
occidental de manera general sino occidental moderna está incluso más alejada
de las civilizaciones y culturas no occidentales”, declara. Nótese el oprobio contra
la modernidad que a menudo acompaña a la hostilidad hacia la democracia. Duguin
cree que puede probar su opinión acerca de la incompatibilidad inherente de la
noción liberal de libertad con sociedades no occidentales mediante un ejercicio
de etimología. “Los términos para designar ‘libertad’ en lenguas diferentes
–escribe– a veces poseen significados por completo diferentes”. El término
svoboda en lenguas eslavas, por ejemplo, solo designaba en su origen cierta
relación familiar. “La palabra ‘svoboda’ no tiene nada que ver con el
individuo”. Se refiere más al colectivo, al grupo. No tengo idea si Duguin está
en lo correcto al respecto.
Tengo la certeza de que es irrelevante. (Me recuerda al
comentario de Ronald Reagan, hilarante sin intención, según el cual no había
palabra para détente en ruso.) Duguin presupone que el significado original de
una palabra es su significado más verdadero, y que la distancia recorrida
alejándose de su significado original es una pendiente hacia la inautenticidad.
Pero esto es una postura filosófica previa, no una conclusión que pueda
obtenerse de la historia de las lenguas, misma que ilustra con creces el rango
de su evolución y flexibilidad. ¿Por qué el primer significado debería ser el
mejor? ¿Qué tiene que ver la filología con la política? No vivimos en un mundo
viejo, incluso si un número cada vez mayor de gentes y líderes desearan que así
fuera.
Duguin rechaza la noción liberal de la libertad porque no
puede encontrarla en su tradición. Entiendo su aprieto pues yo tampoco la
encuentro en la mía, a saber, la tradición judía. Pero no por ello me niego a
aceptarla. Tengo dos razones. Primero, no quiero vivir sin la decencia y la
oportunidad que denotamos con la palabra “libertad”. Segundo, no creo que la
tradición sea una garantía de la verdad. Sé que muchas cosas de mi tradición
son falsas, y no considero que al decirlo la traicione. Quizás este también sea
el caso con la tradición de Duguin. ¿Acaso el hecho, si es un hecho, de que la
palabra en ruso para libertad sea distinta a la palabra en inglés significa que
los rusos no debieran ser libres?
Si el liberalismo es válido en Nueva York y Londres, es
válido en Moscú y Pekín. Duguin y el resto de los reaccionarios tienen razón:
para monistas, holistas y totalistas, para demagogos para quienes la existencia
humana es una sola cosa, el liberalismo representa un trauma histórico y
filosófico. Al aseverar que vivimos en una multiplicidad de terrenos, ninguno
de los cuales es reductible a otro, el liberalismo abrió una grieta en su
fantasía de completitud; una brecha que jamás será reparada, que nunca debería
repararse. El ataque contemporáneo a la democracia liberal es un intento por
construir la historia y la persona humana como si esa gran ruptura nunca
hubiera sucedido. Así es como el mundo se ve cuando la nostalgia entra en
pánico. Por lo tanto, es una obligación solemne de los liberales señalar que esta
añoranza por un mundo perdido, al menos desde el punto de vista de la justicia,
anhela un mundo en peor estado. Decir esto de ninguna forma subestima los
defectos de las sociedades liberales –la magnitud nauseabunda de la desigualdad
económica, por ejemplo–. Algo del capitalismo ha salido muy mal. Pero ¿qué
Volksgemeinschaft [comunidad popular] u Estado obrero alguna vez abordó el
problema con éxito? Apenas lo empeoraron con resultados mortíferos. Si la
historia moderna enseña algo es que la injusticia política no es la solución
para la injusticia económica.
La calumnia contra el liberalismo no solo lo acusa de formal
y procedimental; lo considera de carácter desalmado. Esta no es una denuncia
nueva. Mill recurrió de Bentham a Coleridge para mitigar dicha ansiedad y
mostró con su ejemplo que la búsqueda de la libertad política es una de las
condiciones precisas para cultivar el alma. En el siglo XX, cuando muchas
personas de Occidente encontraron una variedad del iliberalismo más seductora
que el orden liberal en que vivían, escritores y pensadores como Thomas Mann,
Lionel Trilling, Isaiah Berlin y Joseph Brodsky insistieron en la
compatibilidad entre razón e imaginación, entre apertura e introspección. Sin
duda, no hay refutación más rotunda de la caricatura autoritaria del
liberalismo, de la afirmación según la cual el liberalismo es inhóspito a los
asuntos del espíritu, que el que la libertad de religión esté inscrita en todas
las constituciones liberales.
¿Qué mayor cumplido puede rendir la sociedad a lo sagrado
que llamarlo un derecho, que establecer la libertad para que florezca? Es
posible que haya creyentes apabullados, e incluso asustados, por la pérdida del
privilegio político de la religión; por caer en cuenta de que la tolerancia
extendida a su propia fe será disfrutada por otras fes, para que muchas
certezas cohabiten la misma sociedad. Pero la intolerancia es una manera
desesperada e inaceptable para tratar la inseguridad de cualquier tradición
particular. Los creyentes no deben culpar de sus fallas a sus libertades. La
emancipación del Estado frente a la religión es también la emancipación de la
religión frente al Estado. En lugar del apoyo del Estado, la religión gana su
protección. Debido a la cualidad de la religión en una sociedad abierta, los
creyentes solo rinden cuentas a ellos mismos. (El sutil acuerdo que acabo de
describir es más una exención estadounidense que europea).
Así como el liberalismo puede acoger al teísmo, también
puede acoger al ateísmo. Materialistas y espiritualistas, escépticos y
místicos, economistas y poetas, todos viven legítimamente en su reino. El liberalismo
¿es desalmado? Conozco el alma, y soy liberal. Creo en la verdad, y soy
liberal. Rechazo el materialismo, y soy liberal. Estudio metafísica, y soy
liberal. Insisto en que la ciencia no puede dar cuenta de la experiencia humana
por entero, y soy liberal. Desprecio la tiranía de la cuantificación, y soy
liberal. Defiendo los límites de la política, y soy liberal. Soy leal a mi
gente, y soy liberal. Reverencio la tradición, y soy liberal. Busco la
experiencia mística, y soy liberal. Combinen o no en la ideología, van juntos
en la realidad –que nunca existe sin costuras.
El error decisivo del liberalismo consistió en haberse
considerado inevitable, la última palabra, el clímax –decretado por la
historia– de una lucha a lo largo de los siglos en pos del progreso. A estas
alturas, no deberíamos llamarnos a engaño. La concepción liberal de la persona
exige demasiado de la persona como para quedarse sin oposición. Elige no dejar
a la persona tal como la encontró, incrustada en legados y cosas dadas por hecho.
Es un movimiento que desencaja, una exigente ética de la crítica, aunque no
necesariamente destructiva. Demanda de hombres y mujeres ordinarios un grado de
destreza con la complejidad y un grado de contención con los asuntos humanos.
Aunque desconfía de la revolución, elogia el cambio. Propone mezclar
continuidad y discontinuidad, lo que produce inquietud aun en las vidas que ha
mejorado. ¿Cómo es que tal filosofía y tal política podrían no provocar una
réplica? Las catástrofes de la historia moderna –los genocidios del fascismo y
el comunismo– fueron tales réplicas. Los liberales deben estar orgullosos de
que sus enemigos sepan de ellos. Esto tenemos claro: no hay descanso para
nosotros. Mientras observamos con horror cómo gobierno tras gobierno y sociedad
tras sociedad vuelven su espalda a la construcción liberal de la libertad,
debemos prepararnos de nuevo para la pelea. Durará más que un ciclo electoral.
Puede ser la obra de generaciones enteras. Y en su transcurso quizá tengamos
que introducir un tipo nuevo en la historia de la política, una figura
paradójica: el liberal radical.
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