AMLO y el retorno de la imposibilidad
AMLO y el retorno de la imposibilidad
Por: Alex Ramírez Arballlo
Tomado de: Letras Libres
La llamada “cuarta
transformación” se corresponde discursivamente con otros desplazamientos
doctrinarios y políticos que podríamos colocar bajo el paraguas genérico de la
utopía. Desde esta perspectiva, el discurso y las acciones del propio López
Obrador obedecen a una lógica determinada que ha brindado réditos políticos en
el pasado y que ahora, con la rehabilitación del pensamiento reduccionista,
germina de nuevo para ofertar soluciones prodigiosas a problemas complejos.
La utopía posee elementos claramente
definibles que a lo largo del tiempo han encarnado en distintos movimientos:
establece un telos de la historia, es decir, un rumbo; sirve de baremo crítico,
tal como sucede en sus usos políticos al denunciar las distorsiones de una
realidad siempre insuficiente; y, por último, siembra esperanza en medio del
desconcierto natural de la existencia de los hombres y los pueblos: vivir es un
oficio arduo, difícil y en no pocas ocasiones desesperante. La utopía es una
puerta pintada con tiza sobre un muro infranqueable.
Desde un punto de vista teórico,
la utopía ha sido parte del pensamiento occidental desde sus mismos orígenes.
Pensadores como Platón, Tomás Moro, Rabelais, Francis Bacon, Swift, Voltaire,
Fourier, el norteamericano Thoreau o nuestro Henríquez Ureña han hecho de la
utopía un género a caballo entre el idealismo y la fantasía.
Trasladar a la práctica política
un ideario formulado con arquetipos y buenas intenciones es una receta para el
desastre. Pensemos en la implementación de un socialismo que se asumía
científico y sus funestas consecuencias en la Unión Soviética y los satélites
del este europeo; en Latinoamérica no han sido menos los esfuerzos por
incardinar la utopía a un sistema y unas prácticas de gobierno. Pensemos en la
utopía civilizatoria de Sarmiento, el helenismo cósmico de Vasconcelos, la
revolución cubana, el sandinismo y más recientemente el disparate bolivariano
que ha desembocado en un régimen de auténtico sinsentido, terror y muerte.
La característica fundamental de
la utopía política (ya anunciada etimológicamente) es su inexistencia o su
imposibilidad. En manos de los demagogos, el discurso de la utopía funciona
como surtidor de ilusiones. Se trata de una interpelación meramente emocional
que no implica en modo alguno el engorroso trámite de la factibilidad. Las
palabras sustituyen a las cosas: la realidad deja de ser el devenir de la
materia y sus procesos para circunscribirse a los perímetros de un decreto
transmisible a través de la arenga. Importan más los exabruptos retóricos que
los datos. Para muestra un botón: la insistencia del presidente al referirse a
la corrupción como algo ya superado o la pomposa abolición del neoliberalismo
(sic) no resisten el menor de los análisis, lo sabemos, pero de ello se sirve
para ir creando ese territorio imaginario donde la justicia ha triunfado de
manera definitiva. Nunca se estará ahí, es verdad, pero el sofisma utópico
siempre promete que el final del camino se encuentra a la vuelta de la esquina.
Para llegar hasta él es preciso librar siempre una última prueba, luego una más
y otra más, y así durante toda la eternidad. Es un espejismo que nos invita y
después se disuelve en la nada para luego aparecer otra vez.
El pensamiento utópico
latinoamericano, del que la “cuarta transformación” se asume parte, entraña
sobre todo una idealización del pasado indígena, una suerte de reinvención
nostálgica que busca recuperar ese estado de pureza anterior a la caída. López
Obrador se inserta claramente en esta tradición reivindicativa que establece un
mundo escindido entre seres abyectos y puros. La utopía es la tarea de estos
últimos y su finalidad es la de despertarnos del mal sueño de la historia. La
máscara de los enemigos de la utopía, en cambio, se transforma de acuerdo con
las circunstancias: antes era la “mafia del poder”, hoy es el “neoliberalismo”
y mañana ha de ser lo que sea menester, recordemos que la utopía, como ficción
que es, existe solamente en las palabras y nunca en las tres dimensiones
concretas de la realidad.
En el caso de la “cuarta
transformación”, este relato responde a esa vieja pugna entre lo local y lo
universal (anunciada ya por Alfonso Reyes) que plantea la realidad
latinoamericana como una contraposición de cosmovisiones: la occidental,
impuesta por la fuerza durante el proceso de conquista, y la autóctona,
suprimida y postergada durante siglos por los continuadores de la expoliación
europea (y neoliberal, se entiende). Esta simplificación ha quedado de
manifiesto desde el primer momento, cuando la formalidad de la toma de posesión
fue suplantada por un “performance étnico” lleno de plumas y sahumerios de
copal, memorable y no por las razones adecuadas. Lo mismo sucede con la
petición al gobierno español para buscar un “perdón” histórico que a juicio de sus
artífices supondría la resolución definitiva de un agravio. La posibilidad de
una analogía mestiza es del todo imposible porque la utopía política es en
esencia maniqueísta, es decir, unívoca, autoritaria.
El proyecto obradorista solo es
real, pues, en la sensación de feliz inminencia que hace nacer con sus ofertas
interminables en el corazón de quienes están dispuestos a creer. Su ubicuidad
telemática –esa permanente y tediosa liturgia– tiene la clara finalidad de
avivar el brasero en el que se quema el incienso del ritual común, mientras los
asuntos del siglo devienen en una enmadejada realidad sin pies ni cabeza.
Porque la historia y la materia, tozudas como son, acontecen con independencia
de las creencias y las dinámicas culturales implícitas en la llamada “cuarta
transformación”. Esto nos coloca por necesidad a las puertas de un futuro
nebuloso: ¿hasta qué punto la masa social que aupó a López Obrador permanecerá
unificada cuando el tiempo arroje por tierra las quimeras y absurdidades de su
catequesis reivindicativa? ¿Bastará con desplazar un poco más allá la línea del
fin de la historia? No lo sé, pero me aterra recordar aquello tan sobado
–parafraseo a Walter Benjamin– de que a las grandes promesas fallidas han de
seguirles las botas marchantes de los fascistas.
Las utopías solo les sirven a los
dirigentes venales porque contienen el enorme poder de seducción que desde
siempre han tenido todas las promesas, incluso aquellas que positivamente
sabemos no han de cumplirse nunca. La utopía es otro de los muchos nombres del
deseo y este, como San Juan de la Cruz y el Marqués de Sade supieron comprender
muy bien, fracasa más cuando más triunfa.
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