¿Día del Niño?



Hoy, 30 de abril, en México celebramos el Día del Niño. Es curioso, pero desde hace algunos años, ya no veo a mis hijas como niñas, sino como señoritas. Durante la pandemia, trabajando lejos de Monterrey, me perdí una parte de su infancia. Con cada día que pasa, sentimos cómo nuestros seres queridos se alejan un poco más. Sin embargo, regresar a Monterrey me ha permitido compartir con ellas cada día, recuperar momentos y atesorarlos.

Para ser sincero, el Día del Niño nunca tuvo un significado especial para mí. De pequeño, veía a mis primos y amigos mostrando con entusiasmo los regalos que recibían ese día. En mi casa, en cambio, apenas celebrábamos los cumpleaños, y nunca entendí por qué algunos niños recibían regalos en esta fecha y yo no.

Con el tiempo, viví el Día del Niño de maneras inesperadas. Recuerdo especialmente un momento que cambió por completo lo que esta fecha significaba para mí. Mi hija menor tenía apenas un par de años cuando trabajaba en una gran empresa. Pocos días antes del 30 de abril, una chica de Recursos Humanos se acercó a confirmar su edad. No le di mucha importancia en ese momento, pero cuando llegó el día, ella había reservado una caja de cubos de colores perfectos para mi pequeña. Ese gesto tan simple y considerado me conmovió profundamente. Lloré en soledad aquel día. Por primera vez, el Día del Niño cobraba significado para mí. Mi hija disfrutó mucho esos cubos, pequeños detalles que hacen grandes diferencias en la vida.

Años después, cuando tuve que trabajar fuera de Monterrey, la empresa en la que laboraba también ponía un gran énfasis en celebrar el Día del Niño. Debo admitir que, aunque el evento era especial, también implicaba mucho trabajo. Mi departamento no solo debía conseguir lo inimaginable para la empresa, sino también regalos, globos, dulces y disfraces para la celebración. A pesar de los desafíos, ver la emoción de mis hijas al recibir aquellas enormes bolsas de dulces era invaluable. 

Para la empresa, los regalos se detenían cuando los niños cumplían 12 años, y mis hijas no tardaron en protestar cuando dejaron de recibir aquellas bolsas llenas de dulces. 

Hoy, una vez más, ha llegado el Día del Niño. Y aunque para mí sigue sin ser una fecha especial, salvo por mis hijas—que siempre serán mis niñas, aunque hoy las vea como señoritas—no puedo evitar reflexionar sobre los recuerdos de mi infancia. No fueron particularmente felices. No traumáticos, quizá, pero sí extraños. En una reciente conversación con mi esposa, me sorprendió darme cuenta de que nunca los he suprimido; por el contrario, los tengo siempre presentes. Mi terapeuta alguna vez mencionó el término “abuso sofisticado” y cómo escribir y dibujar me ayudaron a superar muchas de las experiencias que viví en aquella etapa. 

Recordar algunos momentos no me resulta agradable. Varias de esas vivencias, aunque no las olvido, he decidido no volver a hablar de ellas. Son fragmentos de mi historia que no podré resolver, porque mis padres ya no están en este mundo. Sé que el reino del cielo está dentro de nosotros, y que lo que queda de mis padres vive en mí. Sin embargo, hay respuestas que nunca encontraré.



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