Sinners: El blues vampírico de Coogler reinventa el alma del cine
A estas alturas, muchos ya habrán visto la más reciente película del director Ryan Coogler: Sinners. Así que hablemos de algunos detalles sin preocuparnos por los spoilers.
Coogler ya es un nombre bien conocido en el mundo del cine. Muchos lo conocen por sus trabajos "bajo encargo", como las dos entregas de Black Panther, el primer superhéroe africano del universo Marvel. También dirigió Creed, un spin-off que retoma la esencia del mítico Apollo Creed, personaje de la saga Rocky interpretado por Sylvester Stallone.
Pero lo interesante de Sinners es que no es otra película por encargo. Esta vez, Coogler arrancó el proyecto desde su mente e imaginación. Hizo algo que viene desde las entrañas. Este proyecto es personal, visceral y está a años luz por delante de todo lo que había hecho antes.
Como lo hace su amigo Jordan Peele, Coogler realiza una audaz mezcla de géneros y referencias con una soltura envidiable. Toma elementos del cine de Tarantino, ecos de Iñárritu y un poco del caos elegante de Guy Ritchie. Pero todo con sello propio. Coogler se atreve a jugar con elementos diversos y a olvidarse de los límites. Juega con la narrativa de forma inesperada y creativa.
Aquí, Coogler retuerce el mito. Habla del racismo durante la dolorosa era de las leyes de Jim Crow, se pone en tono gótico, habla sobre la música negra en Estados Unidos, de leyendas del blues… y sí, también mete vampiros.
Alguien dijo por ahí que ver Sinners es como leer un buen libro de Stephen King mientras escuchas tus discos antiguos de Charley Patton o Robert Johnson, y te comes un delicioso pollo bourbon con sopa gumbo. Esa definición no está tan lejos.
La historia comienza con dos hermanos gemelos —ambos interpretados por Michael B. Jordan— (alter ego favorito de Coogler) que podrían haber sido los Tres Huastecos, pero en versión gánster y situados en el Delta del Misisipi en lugar de en la Huasteca mexicana. Inspirados por viejas canciones como Smokestack Lightning (sí, esa que cantaba Howlin’ Wolf), estos hermanos escapan de Misisipi rumbo a Chicago. Se meten en líos con pandillas de mafiosos estilo Al Capone, roban dinero y vuelven a abrir su propio bar con mucho alcohol y música blues en vivo, claro.
Ahí encuentran a un primo, hijo de un predicador, con un talento brutal para la guitarra. Un talento que podría poner a bailar al mismo demonio. Reúnen músicos y preparan una gran noche de apertura. Todo huele a leyenda. Como en La Princesa y el Sapo, pero con whisky, sudor y sangre.
Coogler retoma el mito de Robert Johnson: ese joven guitarrista que era malísimo, desapareció un año y regresó como un dios del blues. La leyenda dice que vendió su alma al diablo en una encrucijada para lograrlo. ¿Realidad? Johnson sí era malo, pero se fue a buscar a un maestro que accedió a enseñarle… con una condición: practicarían todas las noches en el cementerio, donde nadie los molestaría. Un año después, Johnson volvió con un talento sobrenatural. El resto es historia.
Se convirtió en un ícono. Pero también en víctima. Le gustaban el alcohol, las mujeres —incluso las ajenas—, y eso lo llevó a la tumba cuando un esposo celoso decidió terminar con su vida envenenando el whisky que tanto gustaba a Johnson.
Coogler toma esta narrativa y la funde con la tradición musical africana, el blues del Delta, las guitarras celtas y la conexión cultural entre pueblos oprimidos. Hay una escena, en medio de la cinta, que conecta todo: África, blues, gospel, rock y hip hop, todo en una sola secuencia magistral y onírica que es, por sí sola, una auténtica obra de arte.
Sí, Sinners recuerda por momentos a From Dusk Till Dawn (Del crepúsculo al amanecer): dos hermanos, una cantina, música, vampiros y una mujer fatal vuelta vampiro. Pero no es una copia. Ni por asomo. Esta película es otra cosa: una carta de amor a la música, a la cultura negra y a las historias que merecen ser contadas de forma realmente creativa y diferente, con una ambición de hacer un cine distinto y sin miedo, que deja una huella profunda.



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