Manual Para Fabricar Un Monstruo
Todos tenemos nuestros pequeños fraudes de juventud. El mío involucraba una banda de rock en la preparatoria y un casete. La verdad es que apenas si lográbamos afinar nuestros instrumentos, pero eso no me impedía inventar historias épicas sobre conciertos imaginarios en fiestas y bares de la ciudad. La bola de nieve creció tanto que un día alguien, con toda la seriedad del mundo, me preguntó: “Oye, ¿tienes grabaciones en vivo?”.
El pánico inicial se convirtió en un plan maestro. Me encerré a cocinar el engaño perfecto: tomé las grabaciones de nuestros ruidosos ensayos, les metí por debajo el estruendo del público de un disco de Aerosmith y, como cereza del pastel, grabé mi propia voz gritando cosas como “¡Gracias, son los mejores!” entre canciones. El truco fue tan bueno, tan descarado, que por un tiempo todos creyeron que mi banda era un auténtico fenómeno sobre el escenario.
Lo que no sabía en ese entonces era que mi pequeña trampa tenía un precedente legendario. Años antes, el productor Eddie Kramer, un mago del rock de los 70, había hecho algo muy parecido con KISS. Detroit ya era “Rock City” mucho antes de que la banda lo gritara al mundo en su álbum Destroyer, así que para un grupo en pleno ascenso como ellos, conquistar esa ciudad era vital. Sin embargo, en ese momento, KISS aún no era el monstruo que llegaría a ser. Hacía falta un poco de… “magia”. Kramer, inspirado por el crudo disco Slade Alive! de 1972, tomó las cintas de un concierto en el Cobo Hall, las mezcló con grabaciones de estudio, añadió nuevas voces y solos de guitarra grabados en postproducción y, por supuesto, subió el volumen de los gritos del público hasta el cielo.
El resultado fue Kiss Alive! de 1975, el “monstruo sagrado” de los discos en vivo y, curiosamente, mi álbum favorito de ese tipo. Años después, la banda admitiría que el disco no era tan “en vivo” como parecía. De repente, mi mentira del casete no solo se sentía justificada, sino que me hacía sentir parte de un linaje de ilusionistas del rock. Resulta que mi idea no era tan original como creía. Ni de lejos.
Y esa misma fascinación por la línea borrosa entre lo real y lo fabricado, entre el escenario y el estudio, es lo que me trae hoy aquí, casi veinte años después, a hablar de uno de mis héroes musicales: el australiano Ben Frost. Desde hace dos décadas, este músico ha sido mi brújula en el mundo de la electrónica experimental. Discos como Theory of Machines, By The Throat y A.U.R.O.R.A. son pilares en mi biblioteca musical; una bestia sonora que combina la precisión de percusiones digitales, la furia de guitarras de metal extremo y la calma abismal de la música ambient. Frost no es un artista que se repita. Ha colaborado con gigantes como Brian Eno, Swans y Steve Albini, siempre empujando los límites, siempre incómodo, siempre genial. Su más reciente grabación, Under Certain Light and Atmospheric Conditions, no es la excepción.
Entonces, ¿es un disco en vivo? Sí y no. Y ahí radica su belleza. No es la fotografía de una sola noche. Es un mosaico. Frost se convierte en un curador de su propio caos, tomando fragmentos, principalmente improvisados, de varias de sus presentaciones en directo para construir algo completamente nuevo desde cero. Es un truco de magia, como el de Kramer con KISS, como mi humilde cinta de casete, pero elevado a la categoría de arte. Este no es un álbum para que revivas un concierto al que no fuiste; es un rompecabezas sonoro diseñado para ser una experiencia radicalmente nueva. No es un eco del presente, es una explosión que redefine el futuro.
El viaje comienza con Tritium Bath, una pieza que nos sumerge de golpe en una amenaza sónica con esos riffs metálicos que Frost maneja como nadie. Pero la mezcla es salvaje: la brutalidad se entrelaza con elementos de minimalismo sagrado y ambient, creando una experiencia tan aterradora como emocionante. Luego, la marea cambia con Permcat, que coquetea con el techno más atmosférico antes de disolverse en grabaciones de campo que te transportan a otro lugar. Trancelines es una descarga de furia digital llevada al límite, una de las joyas del disco, mientras que Chimera, una pieza ya conocida de su catálogo, es reconstruida aquí para sonar todavía más monstruosa, más oscura.
En Black Thread, percusiones abstractas nos abren paso junto a riffs de guitarra que parecen arrancados de otra dimensión. Aquí es donde la genialidad de Frost se vuelve casi tangible, trascendiendo los oídos para convertirse en una sacudida física, casi espiritual. Turning the Prism es otra bestia indomable, una tormenta devastadora que solo él parece capaz de controlar y desatar frente a nosotros.
Y cuando crees que no puedes más, llega la calma. Prism Inversion cierra el álbum con una mezcla etérea de ambient y grabaciones de campo. Es el silencio después del apocalipsis, el momento para respirar.
Frost lo ha vuelto a hacer. Nos ha tomado de la mano para guiarnos por un laberinto aterrador y hermoso. Y en el proceso, nos recuerda que, a veces, las mentiras más elaboradas —como mi vieja cinta de casete o el legendario Alive!— cuentan las verdades más profundas. Nos ha transformado, una vez más.



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