El futuro de la cuestión democrática
El futuro de la cuestión democrática
Por: Tarso Genro
Tomado de: El País
El debate ideológico sobre el socialismo en la época industrial
constituyó un rico patrimonio de ideas para el desarrollo del sistema de
derechos y sus instrumentos de protección en las sociedades democráticas
contemporáneas. Este debate no solamente enriqueció el sistema de protección
social de los respectivos Estados, sino que sirvió también de estímulo a un
ciclo de reformas y revoluciones nacional-democráticas durante el siglo pasado.
Su contenido libertario influyó significativamente, por
ejemplo, en el fin de la guerra de Vietnam, en la lucha por los derechos
civiles en Estados Unidos (formando allí una izquierda socialdemócrata, de la
cual el presidente Obama es hijo ilustre) e influyó también en la revolución
cubana y en las revueltas de Mayo del 68.
En las diversas formas de lucha que los demócratas radicales,
los socialistas y los comunistas desarrollaron en América Latina en los años
sesenta y setenta estuvieron siempre presentes los argumentos sobre la
incompatibilidad de la democracia con el capitalismo, que hoy sigue
debatiéndose. Actualmente, los derechos sociales conquistados duramente y el
sistema de protección que les corresponde no están solamente amenazados sino
que, incluso, pueden sucumbir a través de mecanismos internos del propio
sistema democrático. Cómo conservar esos derechos sociales conquistados dentro
del capitalismo es en el presente la cuestión de mayor controversia.
Desde los años ochenta hasta hoy han cambiado pocas cosas.
Ha quedado claro que una nueva sociedad de clases emergió del mundo digital,
“globalizado”, que redujo —si es que no aniquiló— el potencial universalista de
las luchas de las clases trabajadoras. Estas empezaron a retroceder cada vez
más hacia el interior de las fronteras nacionales para proteger las conquistas
históricas del movimiento obrero, “nacionalizando” así las luchas por el
salario y el empleo.
La reacción para internacionalizar la tutela financiera ha
sido tardía: el capital ha radicalizado sus estrategias de especulación,
superando las fronteras nacionales; los trabajadores, de manera reactiva, han
llevado la defensa de sus conquistas al ámbito de sus respectivos territorios a
través de la forma abstracta de la “defensa de unos derechos” que se han
incorporado a las Constituciones nacionales.
Hacer compatibles las luchas democráticas con la
globalización financiera, tal como ahora se concibe, no es algo viable mientras
no se produzca una internacionalización de la lucha con el objetivo de que los
Estados nacionales recuperen sus funciones públicas internas. O sea, más que
“ceder soberanía”, como reza la cartilla de la Unión Europea, deberían
ajustarse cooperaciones soberanas e interdependientes,Con obligaciones y
responsabilidades proporcionales.
Resulta evidente, en ese contexto, que incluso las
democracias más consolidadas han sido amenazadas por la crisis del sistema
financiero global. Es cada vez más clara la incompatibilidad objetiva entre el
proceso de enriquecimiento sin trabajo (propia de la actual fase del
capitalismo global) con los sistemas sociales democráticos establecidos. Cabe
preguntarse si no es lícito abrir un debate honesto sobre las relaciones entre
la democracia y el socialismo (y lo que quedó de la socialdemocracia),
considerándolos no conceptos herméticos y “cerrados” (o como modos de
producción “pre-configurados”), sino más bien tomándolos como ideas
reguladoras.
Las disputas ideológicas sobre el futuro de la idea
socialista que surgió con las grandes revoluciones y reformas del siglo XX
parecen no conmover ya a la izquierda mundial. Con excepción de algunas
corrientes autorreferenciales, como los representantes del viejo proletariado
del siglo XX —que radicalizan un economicismo tardío a través de viejas ideas,
de un “marxismo” cada vez mas positivista-naturalista—, los socialistas
actuales, diseminados alrededor de los diversos partidos comunistas,
socialistas y socialdemócratas del mundo, poco han avanzado en este debate.
De ese modo, la mayoría de estas organizaciones políticas,
de forma voluntaria o forzada, se plegaron al poder normativo del capital
financiero.
Mi tesis es que el debate no se promueve por dos motivos
fundamentales: primero, porque la dirección de los Gobiernos de estas
izquierdas se enfrentan a la cuestión de la gobernabilidad democrática a partir
de acuerdos bastante amplios con aliados a los que este tema les pondría los
pelos de punta; y segundo, porque las tareas de gobierno tienden a sustituir la
reflexión teórica por la necesidad empírica de “resolver las cosas”.
Pero resolverlas para responder a exigencias que son ajenas
a la “construcción de la igualdad” o, incluso, a un sistema
neosocial-demócrata. La vieja socialdemocracia está sin respiración en Europa y
el socialismo no existe ya en ningún lugar de Occidente, salvo que se considere
como tal el de Cuba.
Hay, sin embargo, una razón de fondo que oculta las dos
citadas anteriormente y que provoca pasividad y silencio en la cultura
socialista de izquierda en la actual coyuntura mundial: es el rechazo,
consciente o inconsciente —por incapacidad u opción— de abordar la cuestión de
la igualdad social junto a la cuestión democrática.
Con este ejercicio se manifestaría claramente la dificultad,
hoy, de mantener las bases electorales mayoritarias para “soportar” un régimen
económico-social que tendiese fuertemente a suprimir desigualdades a través de
una distribución socialista, dentro de la democracia política y con elecciones
periódicas. El casino neoliberal ha conseguido formar una sociedad que es dueña
de una cultura mayoritariamente contraria a la igualdad y a la solidaridad
social.
Queda claro por qué la social-democracia típicamente
moderada y reformista —que asumieron los Gobiernos de izquierda en este
período— retrocedió en la cuestión de la “utopía socialista” para preservarse
en la cuestión de la “utopía democrática”. Abdicó, así, de la idea de la
“igualdad” en el interior del proyecto democrático —siempre presente en las
diversas propuestas socialistas y reformistas históricas— para asumir la idea
de “fraternidad” en abstracto, presente en la idea de solidaridad genérica
contenida en el Estado social de derecho.
Esta fraternidad solo funciona en el sistema global actual
como exigencia de renuncia para los “de abajo”. No como sacrificio compartido
con los “de arriba”. Y funciona, en momentos de bonanza, como distribución
limitada de recursos “para los de abajo” (a través del salario u otras
prestaciones sociales) y como acumulación ilimitada de riqueza para los “de
arriba” (a través del lucro y de la especulación financiera). Esta
contradicción es la que viene generando una incompatibilidad global entre
capitalismo y democracia, y es la que lanza una justificada inquietud sobre el
futuro de las democracias, incluso en Europa.
Las experiencias socialistas “reales” resolvieron
autoritariamente este dilema (de máxima desigualdad aceptable y de máxima
igualdad posible) a través de los privilegios regulados en el aparato de Estado
y en el partido. Sus cuadros, de esta manera, se fueron liberando de sus
compromisos originarios y simulando que la “igualdad verdadera” llegaría
“enseguida allí”, en un futuro indeterminado. La socialdemocracia “de
izquierda” —Suiza, Suecia, Dinamarca, Noruega— reguló la “desigualdad máxima” y
organizó una economía y unos modos de vida más duraderos que supusieron para
sus destinatarios menos renuncias que las experiencias soviéticas.
Puede decirse que ambas experiencias, tanto la
socialdemócrata como la socialista durante el siglo XX —independientemente de
su legitimidad democrática—, fueron formas específicas de capitalismo (de
“Estado” o “mixto”), que promovieron parámetros importantes de igualdad social.
Dejaron, sin embargo, abierta la cuestión de una verdadera democracia
socialista como modelo universal, en la cual la diferencia entre “máxima
desigualdad aceptable” y “mínima igualdad exigible” sea establecida como
proyecto universal para un mundo fundado en la paz y en la justicia.
La democracia pierde cada vez más su prestigio frente a los
pobres y empobrecidos. El socialismo deja de ser recordado como una utopía
posible de igualdad. La izquierda tiene el deber ético de retomar este debate y
también esta utopía.
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