El Mal que Te Sirve Café

 


Ted Bundy hervía huevos con la misma precisión con que planeaba desapariciones. Mientras la yema se endurecía, repasaba rutas interestatales, horarios de bibliotecas universitarias, el ángulo exacto para inclinar la cabeza y parecer vulnerable. No cambió la historia del crimen serial por matar sino por demostrar que el mal más efectivo es el que te sirve café mientras planea tu funeral. América imaginaba al asesino como figura sombría en los márgenes: el ermitaño rural, el inadaptado social, el hombre con problemas que gritaban advertencia. Bundy destrozó ese libreto. Era guapo, elocuente, estudiaba Derecho, trabajaba en campañas republicanas. Mientras redactaba discursos sobre seguridad ciudadana para el gobernador de Washington, estrangulaba mujeres en su Volkswagen.


Lo singular de Bundy no son los treinta asesinatos confesados , los expertos estiman más de cien víctimas entre 1974 y 1978 en siete estados, sino la arquitectura de su monstruosidad. Explotaba el instinto protector de mujeres jóvenes en campus universitarios, fingiendo lesiones con muletas o yesos, pidiendo ayuda para cargar libros hasta su auto. Una vez cerca: palanca, estrangulamiento, apuñalamiento. Después venía lo peor: violación, necrofilia, decapitación. Lo perturbador era su capacidad para regresar a casa, cenar con su novia Elizabeth Kloepfer, discutir sobre política y dormir sin pesadillas. Bundy no vivía una doble vida sino varias simultáneamente, y ninguna contaminaba a la otra. Su mente funcionaba como casa con habitaciones selladas herméticamente. En una, el estudiante brillante con coeficiente intelectual de 136. En otra, el activista político que escribía discursos sobre valores familiares. Y en el sótano, el depredador que planificaba asesinatos con la misma dedicación con que otros preparan exámenes.


Las autopistas interestatales fueron su tablero de juego. En los setenta, antes de bases de datos nacionales o coordinación policial efectiva, Bundy comprendió algo que las autoridades tardarían años en procesar: la movilidad era impunidad. Podía matar en Washington, desaparecer en Utah, resurgir en Colorado, y cada jurisdicción investigaba sus crímenes como incidentes aislados. Era fantasma que explotaba las fracturas del sistema federal. Cuando finalmente fue arrestado en 1975 en Utah, las piezas comenzaron a conectarse. Pero Bundy ya había perfeccionado otro talento: la fuga como performance. El 6 de junio de 1977, durante una audiencia en Aspen, convenció a los guardias de que necesitaba investigar en la biblioteca del segundo piso. Sin esposas, abrió una ventana y saltó. Vagó por las montañas de Colorado seis días antes de ser recapturado. Seis meses después, en su celda de Garfield County, adelgazó deliberadamente hasta caber por un conducto de ventilación. Permaneció prófugo hasta febrero de 1978, tiempo suficiente para llegar a Florida y cometer algunos de sus crímenes más brutales: el asesinato de dos jóvenes en la Universidad Estatal de Florida, golpeándolas con un leño mientras dormían.


El juicio de Bundy en 1979 fue el primero transmitido nacionalmente por televisión, y él lo sabía. Decidió actuar como su propio abogado, no por necesidad legal sino por sed de escenario. Interrogaba testigos, citaba precedentes, sonreía a las cámaras. El juez Edward Cowart, después de sentenciarlo a muerte, le dijo: "Es una tragedia verlo aquí. Usted es un joven brillante. Habría sido un buen abogado". Bundy había logrado lo imposible: convertir su juicio por asesinato en audición para la inmortalidad cultural. Los medios lo adoraban porque entendía su lenguaje. Concedía entrevistas, analizaba su propia psicología en tercera persona, teorizaba sobre la mente criminal como si fuera académico distante. Esa habilidad para disociarse de sus actos, para hablar de "el asesino" como si fuera otro, fascinaba a periodistas y psicólogos. Durante una entrevista con el evangelista James Dobson, horas antes de su ejecución en 1989, Bundy culpó a la pornografía violenta de sus crímenes. Era mentira, un último intento de control narrativo. Hasta el final, manipulaba el relato.


La relación entre Bundy y Elizabeth Kloepfer desmantela cualquier noción reconfortante sobre nuestra capacidad para detectar el mal. Estuvieron juntos de 1969 a 1974, años durante los cuales él comenzó a matar. Ella era madre soltera, trabajaba como secretaria, describía a Ted como atento, cariñoso, casi perfecto. Cuando finalmente sospechó, pequeñas inconsistencias, objetos extraños en su apartamento, lo reportó anónimamente a la policía. Dos veces. Nadie la tomó en serio. Bundy no encajaba en el perfil. Años después, Kloepfer escribió un libro de memorias devastadoras donde confiesa que la parte más aterradora no eran los crímenes sino la facilidad con que él pasaba su vida cotidiana. "Nunca vi al monstruo", escribió. "Solo vi al hombre que cocinaba para mi hija". Durante su encarcelamiento, Bundy se casó con Carole Ann Boone en la sala del tribunal, maniobra legal que aprovechaba una ley de Florida, y tuvieron una hija, Rose, en 1981. Boone insistía en su inocencia hasta el final. La capacidad de Bundy para sostener intimidad mientras cometía atrocidades desafía la lógica emocional. No es que ocultara su verdadera naturaleza: es que su verdadera naturaleza incluía ambas cosas.


La ejecución de Bundy el 24 de enero de 1989 fue evento mediático. Miles se congregaron fuera de la prisión estatal de Florida con carteles que decían "Fríe, Ted, fríe" y vendedores ambulantes ofrecían camisetas conmemorativas. La silla eléctrica lo convirtió en mártir para algunos, en justicia para otros. Pero su legado más oscuro no está en la cifra de víctimas ni en los detalles forenses, sino en lo que reveló. Bundy probó que confiamos en las apariencias, que el privilegio racial y de clase funciona como camuflaje, que la inteligencia y el carisma eclipsan la monstruosidad. No fue el primer asesino serial, pero sí el primero en comprender que en una cultura obsesionada con la imagen, controlar la narrativa es más poderoso que ocultar los crímenes. Ed Gein, el carnicero de Plainfield, representaba el horror de los márgenes rurales, la psicosis de la pobreza y el aislamiento. Bundy, en cambio, era el horror del centro: universitario, urbano, funcional. Ambos profanaban cuerpos, pero Gein lo hacía desde el delirio y Bundy desde el cálculo. Comparten herencia simbólica: son espejos de las ansiedades estadounidenses sobre masculinidad, control y la delgada línea entre civilización y barbarie.


Bundy estudió Psicología en la Universidad de Washington, graduándose en 1972 con honores. Su profesora Marjorie Walker lo describió como alguien con "capacidad natural para comprender el comportamiento humano". La ironía es insoportable. Usó ese conocimiento no para curar sino para cazar. Aprendió los patrones de confianza, las señales de vulnerabilidad, los mecanismos de la empatía, y los invirtió. Su inteligencia era instrumental y fría, una herramienta al servicio del sadismo. El Dr. Al Carlisle, quien lo evaluó psicológicamente en 1976, concluyó que Bundy combinaba alto coeficiente intelectual, control emocional superficial y ausencia casi total de empatía. "No mataba por locura sino por cálculo", "Su inteligencia lo protegía de parecer un monstruo, pero lo convertía en uno". En ese sentido, Bundy es hijo del racionalismo moderno: la mente académica convertida en arma, la educación pervertida, el conocimiento sin moral. Mientras hervía esos huevos en la cocina, quizás reflexionaba sobre teorías del comportamiento o precedentes legales. Pero en esa misma cabeza habitaban fantasías de dominación absoluta que ningún libro podía saciar. Esa coexistencia imposible es lo que sigue resultando perturbador décadas después.

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