Gein Exhumado: La Máquina de Mitos de los Asesinos Seriales de América Desatada

 


Brennan y Murphy acaban de cometer un acto de profanación. Y es brillante.


Monster: The Ed Gein Story traiciona todo lo que esperabas de una serie sobre asesinos en serie. Ed Gein asesinó a dos personas. Dos. Su mente destrozada ni siquiera registró los crímenes. No fue Bundy seduciendo víctimas con su sonrisa. No fue Gacy enterrando cuerpos bajo su casa. No fue Dahmer perfeccionando su técnica de lobotomía casera. Gein era un hombre mentalmente destruido que saqueaba tumbas y fabricaba lámparas con piel humana. Un caso psiquiátrico, no un depredador serial. Pero Robert Bloch lo convirtió en Norman Bates. Hitchcock lo transformó en pesadilla cultural, ícono del "sex horror". Tobe Hooper le dio una motosierra para liderar el cine "slasher". Thomas Harris y Rob Zombie extrajeron su médula y la convirtieron en mitología. El verdadero monstruo nunca fue Gein: fue América descubriendo que sus propios hijos podían competir con los horrores nazis.


Aquí está la genialidad perversa de Brennan y Murphy: reconocen que la historia real de Gein es insuficiente. Una papa y una cebolla, como diría Demna Gvasalia sobre sus días como director creativo en Balenciaga antes de saltar a Gucci con su despensa infinita. Pero Brian Eno sabía algo que Gvasalia olvidó: las restricciones no matan la creatividad, la forzan a desarrollarse al máximo. Las Oblique Strategies de Eno eran auto-sabotaje deliberado, cartas que imponían limitaciones absurdas para forzar soluciones inesperadas. El minimalismo como violencia creativa. Brennan y Murphy enfrentaron el mismo dilema: ¿cómo construir una temporada entera sobre un hombre que apenas califica como asesino en serie? La respuesta: ignorar los hechos y saquear brutalmente la tumba de la cultura estadounidense sin piedad alguna.


La serie abandona el true crime y se convierte en arqueología cultural desquiciada. Brennan y Murphy desenterraron los cómics EC de los años cincuenta, esas revistas que mezclaban sexo y desmembramiento hasta que el Código Hays las castró. Invocan las novelas pulp de Robert Bloch, donde el terror ya no venía de castillos góticos sino del vecino de al lado. Exhuman la histeria colectiva sobre los campos de concentración, esas historias exageradas de pantallas hechas con piel humana que resultaron ser propaganda pero que infectaron el imaginario colectivo. Resucitan a Christine Jorgensen, la primera mujer transgénero abierta en Estados Unidos, cuya existencia en los años cincuenta era más aterradora para América que cualquier asesino. Convocan el slasher brutal de Hooper, donde la violencia ya no necesitaba explicación psicológica. La serie devora referencias como Gein devoraba identidades ajenas.


Algunas decisiones son innecesarias, sí. Conectar a Gein con Ted Bundy estira la credibilidad un poco más de la cuenta. Mostrar a Gein persiguiendo cazadores con una motosierra es puro fan service para quienes confunden La Masacre de Texas con un documental. Pero luego llega la secuencia donde Gein se comunica por radio con Ilse Koch, la llamada "Perra de Buchenwald", y con Christine Jorgensen. Es obsceno. Es imposible. Es imaginación operando sin frenos de seguridad. Koch, como Gein, fue mitificada más allá de sus crímenes reales. América necesitaba que ambos fueran más monstruosos de lo que eran porque necesitaba creer que el mal tiene rostro reconocible.


La serie es una disección del mito rebasado. Gein no inspiró a nadie: el concepto de Gein lo hizo, validó el concepto del asesino en serie, los puso en el mapa. El shock de descubrir que la depravación no era exclusiva de los nazis, que crecía en granjas de Wisconsin entre hombres que parecían inofensivos. Brennan y Murphy entienden que están filmando folklore, no historia. Por eso funciona donde la temporada Menéndez colapsó: aquellos hermanos exigían veracidad documental, pero Gein siempre fue ficción. Desde el momento en que Bloch escribió Psicosis basándose vagamente en él, Gein dejó de pertenecer a la realidad. Cómo ese alucinante final con Gein, luego de morir, yéndose al más allá, al ritmo de Owner of a Lonely Heart de los Yes en su etapa new wave, mientras es recibido con júbilo por Charles Manson, Richard Speck, Ed Kemper y Jerry Brudos.


Jennifer Lynch debió estar aquí. Sus episodios en Dahmer tenían esa textura de pesadilla lúcida que esta mitología expandida demandaba. Y falta una escena: Errol Morris y Werner Herzog profanando la tumba de Augusta Gein, la madre que destruyó a Ed, mientras suena "Dead Skin Mask" de Slayer. Herzog entendía que ciertos actos de transgresión cultural revelan verdades que el respeto jamás alcanza. Brennan y Murphy casi llegan a ese territorio.


Monster: The Ed Gein Story decepcionará a los obsesionados con asesinos en serie que coleccionan datos como figuritas. Pero para quienes entienden que la cultura popular se construye saqueando tumbas y vistiendo los restos, esto es una clase magistral. La necesidad sigue siendo la madre de la invención. Y cuando solo tienes una papa, una cebolla y un cadáver mitológico, cocinas algo que nadie ha probado antes.

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