La Democracia y sus Límites
La Democracia y sus Límites
Por: Adam Przeworski
Tomado de: Nexos
Mientras crecía en la Polonia comunista sólo me imaginaba a
la democracia tenuemente, a través de una cortina. La democracia me atraía
mayormente por la emoción de las elecciones: los partidos compiten, alguien
gana, alguien pierde e incluso si sus posibilidades son desiguales, nadie sabe
cómo terminará el juego. Era como el futbol, y a mí me apasionaba el futbol.
Así que leía los resultados de las elecciones en países extranjeros de la misma
forma en que leía los marcadores de los partidos extranjeros de soccer. Y, para
aumentar las apuestas emocionales, tenía mis favoritos en ambos: los
socialdemócratas suecos y el Arsenal.
La primera vez que fui expuesto a la democracia fue durante
los dos años que pasé en Estados Unidos, entre 1961 y 1963. A pesar de que el
primer libro que me obligaron a leer como estudiante de posgrado comenzaba con
la frase: “Los Estados Unidos tienen el mejor sistema de gobierno del mundo”,
la experiencia no fue alentadora. Ese país, que todavía se recuperaba del
macartismo, no era el bastión de la libertad que pretendía ser. Incluso tuve
una aventura personal. Un grupo de estudiantes de posgrado planeábamos montar
una protesta afuera de un cine que no quería exhibir una película extranjera
sexualmente explícita. Para organizar el piquete de manifestantes formamos un
grupo político, la Asociación Estudiantil para la Acción Liberal. Y entonces el
líder de la organización recibió un telefonazo del jefe de la policía local,
que lo citó a medianoche en un estacionamiento subterráneo para hacerle saber
que tenía varias multas sin pagar por estacionarse en lugares prohibidos, lo
que lo convertía en sujeto de arresto. Ése fue el fin de la acción liberal.
Pero, más que esta represión policíaca al estilo polaco, lo que hallé
desalentador fue que tanto la censura como la represión disfrutaban del apoyo
de la mayoría de los ciudadanos de la democracia norteamericana. Nada de esto
sucedía en Polonia. A pesar de que los líderes comunistas tendían a ser
mojigatos, se limitaban a asignarle a las películas clasificaciones de edad y
ahí paraba el asunto. Y aunque la policía era omnipresente, no conocí a nadie
que pensara en ella como otra cosa que una banda de rufianes. Así que en lugar
de seguir obedientemente mi programa de posgrado pasé mi tiempo engullendo
ávidamente las advertencias de Tocqueville sobre la tiranía de la mayoría, así
como las reacciones de los refugiados alemanes del fascismo a lo que
consideraban una “democracia totalitaria”. Casi fui reprobado y echado del
programa, porque mis profesores consideraban que mis lecturas no eran “ciencia
política”. Pero algunos me defendieron, así que logré terminar y regresar a
Polonia con esta imagen de la democracia.
La vivencia, sin embargo, no me disuadió por completo,
porque todavía pensaba que escoger a los gobernantes a través de elecciones era
una buena idea y que, ciertamente, ello mejoraría las cosas en mi país nativo.
Y debió haber alguien en el liderazgo comunista que pensara lo mismo, porque en
1965 el Partido súbitamente decidió concederle a la gente cierta voz en las
elecciones a nivel local. Puesto que los comunistas eran unos maníacos de los
registros, los resultados a detalle de estas elecciones pudieron consultarse y
junto con un amigo los analizamos. Encontramos que las personas que recién
habían sido electas no diferían en ninguna característica observable, incluida
la membresía al Partido, de aquellos que habían sido eliminados. Por tanto,
dijimos: “miren, a la gente se le permitió elegir a su gusto a los
representantes y deshacerse de los impopulares y no pasó nada, nada que pudiera
dañar al comunismo o al Partido”. El artículo se publicó en Nowe Drogi, el
órgano teórico del Partido Polaco de los Trabajadores Unidos (Partido
Comunista). Dos semanas más tarde fuimos llamados, junto con nuestro jefe de la
Academia Polaca de Ciencias, por el zar del Partido encargado de los asuntos
ideológicos a comparecer en sus oficinas, en un edificio que ahora alberga a la
Bolsa de Valores.
Debió comprender nuestras intenciones, ya que en su furor nos
llamó “reformistas, revisionistas, luxemburguistas”, y no recuerdo qué más.
También nos advirtió: “ya verán”, lo cual no constituía un pronóstico sobre
nuestra vista. Al final, la sanción fue que no se me permitió viajar al
extranjero, pero el sistema represivo polaco no era muy eficiente —nada lo era—
de tal forma que si uno conocía a alguien que a su vez conocía a alguien, se
podía evadir la mayoría de las sanciones políticas. La prohibición duró como un
año.
Cuando regresé en 1967, Estados Unidos era otro país. La
sugerencia de hacer una protesta afuera de un cine habría sido ruidosamente
rechazada como “reformista”. En el país emanaba el fervor de una revolución:
cultural y personal, no solamente política. Se trataba de uno de esos raros
momentos históricos en los cuales uno se sentía libre. Tal vez porque, como
observa uno de los personajes de Le Carré (en Una pequeña ciudad en Alemania),
“la libertad sólo es real cuando estás luchando por ella”. Uno de los eslogans
usados contra “el sistema” era “poder al pueblo”, que me parecía curioso porque
a mí me habían enseñado que el poder del pueblo era el sistema, esto era lo que
significaba la democracia. Obviamente, el poder al que se refería el eslogan no
era el electoral. Las elecciones eran vacuas: demócratas, republicanos, ¿cuál
era la diferencia? La libertad de controlar nuestra propia vida no es el tipo
de poder que resulta de las elecciones. Compartí con intensidad esta búsqueda
de la libertad. También veía con simpatía la pretensión de que las elecciones
no ofrecen alternativas reales que, como Bobbio aconsejaría después, “para
formular un juicio hoy sobre el desarrollo de la democracia en un país
determinado no se debe hacer la pregunta ‘¿quién vota?’ sino ‘¿en cuáles
asuntos puede uno votar?’ ”. Pero la gente no tiene poder en un sistema
gobernado por las elites: eso es lo que pensábamos.
El poder sí cayó en manos del pueblo en Chile, un país al
cual llegué en 1970. Y la gente vitoreaba eufórica que “el pueblo unido jamás
será vencido”. Sin embargo, o esta inferencia generalizada es falsa o el pueblo
estaba lejos de estar unido. El presidente Allende fue electo por una pequeña
pluralidad como el candidato de una coalición de fuerzas divergentes y
pendencieras. Apuñalado por la espalda por un partido que se pintaba a sí mismo
como centrista, Allende pronto perdió el control de su propia coalición en la
cual algunos de sus miembros alucinaban la “revolución socialista”. Henry
Kissinger proclamó que Allende había sido electo “gracias a la irresponsabilidad
del pueblo chileno” (tal era su concepto de la democracia) y el gobierno de
Estados Unidos decidió restablecer la responsabilidad por la fuerza. Cuando un
11 de septiembre la violencia se desató, fue feroz.
La debacle chilena transformó a la izquierda. Hasta 1973
mucha gente en la izquierda se encontraba ambivalente entre la persecución de
sus fines normativos y su respeto por la democracia. Creo, por cierto, que
Allende era un demócrata comprometido, cuya visión del “camino al socialismo”
comprendía pasos graduales, tan largos como pudiera tolerarlos la voluntad
popular expresada en las urnas. Estaba preparado para ver cómo las reformas
socialistas podían ser derrotadas en las elecciones y nunca contempló la idea
de mantener el poder en contra de su resultado. Si sus opositores en casa y en
Estados Unidos hubieran sido un poco más pacientes, la Unidad Popular
probablemente hubiese sido derrotada en 1976 y los Demócrata Cristianos
hubieran obtenido el poder pacíficamente. De cualquier modo, la tragedia chilena
hizo ineludible una disyuntiva, similar a la que enfrentaron los
socialdemócratas de entre guerras: qué tendría precedencia, ¿el socialismo o la
democracia? La respuesta más clara surgió de los debates dentro del Partido
Comunista Italiano y fue decididamente a favor de la democracia. Esta respuesta
pudo haber sido originalmente motivada por las lecciones estratégicas de la
experiencia chilena: el empujar el programa socialista demasiado vigorosamente
sin suficiente apoyo popular conduciría a tragedias. Sin embargo, la adopción
incondicional de la democracia pronto halló raíces filosóficas, normativas. Con
todas sus deficiencias, la democracia es el único mecanismo por medio del cual
el pueblo puede poner en ejecución su poder y es la única forma posible de
libertad política en nuestro mundo.
Estas reflexiones ocurrían en un mundo en el cual la
barbarie estaba ampliamente extendida. Brutales gobiernos militares dominaban
Argentina, Brasil, Chile, Grecia y Uruguay. Regímenes autoritarios todavía
asesinaban en Portugal y España. Los comunistas habían matado gente antes, de
tal suerte que la intimidación era suficiente para mantener su poder opresivo.
Este no era el momento para ocuparse en reflexiones críticas sobre la
democracia: ésta era lo que faltaba, una ausencia. Así que cuando un grupo de
académicos, muchos de ellos activistas a favor de la democracia en sus países,
nos reunimos en 1979 en el Wilson Center, en Washington, para analizar y buscar
estrategias para averiguar cómo podía detenerse esta barbarie, pensamos en
términos de “transición de”, esto es, del autoritarismo; no de transición
“hacia” nada. La ausencia de democracia era precisamente lo que no nos gustaba
del autoritarismo. En consecuencia, estudiamos las transiciones a la democracia
sin formularnos interrogantes sobre la democracia. Y no fuimos los primeros en
hacerlo. Ian Shapiro propone que “la observación de John Dewey sobre las
revoluciones democráticas más antiguas suena igualmente cierta para la nuestra:
trataban menos de implementar un ideal democrático abstracto que ‘remediar
males sufridos como consecuencia de instituciones políticas anteriores”.
El advenimiento de la democracia generó, de manera repetida
e inevitable, desencanto. Claro está, Guillermo O’Donnell pintó el césped
democrático del verde hasta el café. La democracia es compatible con la
desigualdad, la irracionalidad, la injusticia, el cumplimiento parcial de las
leyes, las mentiras y la ofuscación, un estilo político tecnocrático, e incluso
con una buena dosis de violencia arbitraria. La vida cotidiana de la política
democrática no es un espectáculo que inspire reverencia: una riña sin fin entre
ambiciones mezquinas, retórica cuyo propósito es ocultar y engañar, dudosas
conexiones entre el poder y el dinero, leyes que no pretenden siquiera ser
justas, políticas que refuerzan el privilegio. No sorprende, por tanto, que
después de la liberalización, la transición y la consolidación, hayamos
descubierto que hay algo que todavía falta mejorar: la democracia.
La “calidad de la democracia” se convirtió en la nueva
consigna. Y así debe ser. Al mirar atrás, no puedo sino pensar que el mundo se
ha vuelto mucho mejor, si es esto lo que nos preocupa. Apenas hasta ahora puede
la gente alrededor del mundo darse el lujo de mirar críticamente a la
democracia. Y se lo están dando. Más aún, a medida que democracias bajo
condiciones exóticas, la complacencia respecto a las instituciones se cimbró de
nueva cuenta. Incluso los estudiantes más provincianos de entre los estudiantes
de área (los americanistas) se atrevieron a ir al mundo más allá del Congreso
de Estados Unidos, sólo para descubrir el carácter único de esta institución. A
pesar de que los primeros intentos de mirar afuera fueron terriblemente
ingenuos (algunos, de hecho, simplemente arrogantes e insensatos —“imiten las
instituciones de Estados Unidos”—), pronto se hizo patente que la democracia
puede venir en todo tipo de variaciones y gradaciones. Si hemos de entender a
la democracia, debemos ser capaces de pensar en Chile, Polonia y Estados Unidos
al mismo tiempo.
Lo que temo es que el desencanto sea tan ingenuo como fue la
esperanza. No temo que una mirada crítica haga a la democracia más frágil.
Estoy convencido de que en casi todos los países donde hay democracia ésta
llegó para quedarse. Pero las expectativas irrazonables sobre la democracia
alimentan a los llamados populistas (véase el brillante análisis de O’Donnell
de 1985 sobre Argentina) al tiempo que nos ciegan a reformas posibles.
Existen diferentes formas de pensar sobre la calidad de la
democracia. Ciertamente, no puede significar semejanza con Estados Unidos, “el
mejor sistema de gobierno del mundo”, como desearían todo tipo de
organizaciones calificadoras. De acuerdo con Freedom House, por ejemplo, los
ciudadanos de Estados Unidos son libres.
Son libres de votar, libres de expresar públicamente sus
opiniones, de formar asociaciones y partidos políticos. Sólo que la mitad de
ellos no vota ni siquiera en las elecciones presidenciales; la expresión pública
no es libre sino patrocinada por intereses privados y nunca se forman partidos.
¿Son libres? Para parafrasear a Rosa Luxemburgo, ¿se es libre o uno sólo puede
actuar libremente? El desarrollo de este asunto nos alejaría demasiado del tema
de estas meditaciones, pero hay un punto en el que quiero hacer énfasis. La
democracia es un sistema de derechos positivos, pero no genera automáticamente
las condiciones necesarias para el ejercicio de esos derechos. Como John Stuart
Mill observó en alguna parte, “sin salarios decentes y alfabetismo universal,
ningún gobierno de opinión pública es posible”. Mas no hay nada en la
democracia per se que garantice que los salarios serán decentes y el
alfabetismo universal. La solución del siglo XIX a este problema fue restringir
la ciudadanía a quienes estuvieran en condiciones de ejercerla. Pero hoy la
ciudadanía es nominalmente universal, al tiempo que muchas personas no
disfrutan de las condiciones necesarias para ejercerla. Así, podríamos estar
contemplando un nuevo monstruo: la democracia sin ciudadanía efectiva.
Por eso, me parece interesante combinar dos perspectivas.
Encuentro iluminador pensar sobre la evolución histórica de las instituciones
representativas hacia lo que llamamos hoy democracia. Mi intuición fundamental
es que todavía tendemos a evaluar a las democracias contemporáneas en términos
de los ideales de sus fundadores. Y puesto que algunos de esos ideales eran
incoherentes o impracticables, hallamos deficientes a las democracias en que
vivimos. Creo que debemos liberarnos de estos grilletes. No pretendo que esta
sea una empresa nueva: Robert Dahl, por ejemplo, pasó la mayor parte de su vida
meditando sobre estos mismos temas. Junto con Dahl, Hans Kelsen, Joseph
Schumpeter, Anthony Downs y Norberto Bobbio se encuentran entre mis guías
intelectuales. Si escribo esto no es porque considere sus respuestas
defectuosas, sino porque encuentro que muchas preguntas todavía están abiertas.
La historia ilumina variaciones y grados pero no puede
hablarnos sobre los límites y las posibilidades. Para determinar lo que la
democracia puede lograr requerimos modelos analíticos. Por tanto, prefiero
basarme en la teoría de la elección social. Los cuatro axiomas introducidos en
una breve nota matemática de May (1952) son atractivos desde el punto de vista
normativo y son útiles analíticamente para identificar los límites de la
democracia así como los rumbos de mejoras practicables. Pero la teoría de la
elección social sólo alcanza a medias a elucidar algunos aspectos importantes
de la democracia: igualdad en el ámbito económico, efectividad de la
participación política, el control del gobierno por parte de los ciudadanos y
el ámbito de asuntos que deben estar sujetos a las decisiones colectivas.
También existen otros modelos que se pueden usar.
A pesar de que el material de este libro es histórico y
comparativo, su motivación es normativa. Cuando estaba en el posgrado —hace ya
algún tiempo— todos los departamentos de ciencia política ofrecían un curso
sobre Gobierno Comparado y otro sobre Filosofía Política, llamado popularmente
“De Platón a la OTAN”.8 La política comparada era el material con el cual
pensar las grandes cuestiones postuladas por los venerables pensadores del
pasado. Sin embargo, en las últimas cuatro décadas estas materias se separaron.
Por cierto, la filosofía política —la historia del pensamiento político, para
ser más preciso—prácticamente desapareció de los programas de estudio. Mas la
historia del pensamiento es la historia de grandes cuestiones, cuestiones que
al fin y al cabo nos importan. Y encuentro emocionante el preguntarnos qué
hemos aprendido sobre esas cuestiones a partir de nuestro conocimiento empírico
de las instituciones políticas y los eventos. Creo que sí aprendimos; somos más
sabios, a menudo vemos las cosas con más claridad que nuestros precursores
intelectuales. Pero a menos que apliquemos nuestro conocimiento a las grandes
cuestiones éste permanecerá estéril.
Comments
Post a Comment